Este fin de semana se cumplieron 100 años de la Marcha sobre Roma, el acto con el que Benito Mussolini obtuvo el poder en Italia. Entre el 27 y el 29 de octubre de 1922, miles de fascistas se movieron hacia Roma, siguiendo las órdenes de Mussolini, quien los vigilaba desde la lejana retaguardia. La marcha no fue en nada parecida a lo que él había imaginado, pero le dio la excusa al rey Vittorio Emmanuelle III para deshacerse de la democracia. La traición del rey, la inmovilidad de los demócratas, el miedo de los empresarios al comunismo, el control de los terratenientes del sur del país, se sumaron a la férrea voluntad de poder de Mussolini para dar el poder al fascismo.
Los dos grandes creadores políticos del siglo 20 son dos criminales: Lenin y Mussolini. Ambos inventaron nuevas estructuras de poder que intentaban terminar con la esencia de la modernidad, aunque ambas se hayan considerado la modernidad en pleno. El objetivo de ambos líderes era terminar con la autonomía de quienes crean riqueza. Lenin optó por reemplazarlos por cuadros de su partido, la vanguardia del proletariado; Mussolini por subordinarlos, como después lo haría Hitler, el aprendiz que superó al maestro. Los dos fundadores proveyeron a sus seguidores de una mitología capaz de impulsar la violencia, enfrentar a los creadores de riqueza, y convertir a líder político en punto menos que una deidad.
El comunismo inventó ser herencia marxista, ser una visión “científica”, representar el lado correcto de la historia, y apuntar hacia la utopía del fin de los tiempos. El fascismo se imaginaba como herencia clásica (de ahí el “fascio”, el haz de cañas que rodeaba la pequeña hacha que indicaba la autoridad del cuestor en la República Romana), promovió una estética muy particular (que creo que se refleja mejor con el nombre de “brutalismo”), y ya bajo Hitler alcanzó nivel mítico, cuya “solución final” implicaba el control total de una sociedad subordinada a una raza superior.
Estos dos experimentos políticos, que en su núcleo son idénticos (clase o raza superior, líder mesiánico, estructuras totalitarias, uso indiscriminado de la violencia, destrucción de la autonomía económica), fueron responsables de centenares de millones de muertos en el siglo 20. Ambos son totalmente inviables, porque al destruir la autonomía económica condenan a su población a la miseria. Ambos son criminales, en la óptica liberal en la que nos consideramos todos con la misma dignidad. Ambos son antidemocráticos, porque dependen de las decisiones del líder, y no de la opinión de las mayorías.
Pero ambos experimentos fueron muy atractivos para muchísimas personas, y lo siguen siendo. Quienes tienen miedo a la incertidumbre, a la democracia, a los mercados, a la ciencia, buscan desesperadamente algo seguro en qué creer. Hoy mismo, abundan quienes quieren que un ente abstracto llamado Estado les evite competir en el mercado, quienes prefieren que alguien más resuelva su vida, quienes están dispuestos a rendir su libertad a cambio de algo de certeza.
Desafortunadamente, el discurso diario banaliza los términos, y el uso indiscriminado de “comunismo” y “fascismo”, totalmente alejados de su origen, nos hace olvidar los crímenes de Lenin y Stalin, de Mussolini y Hitler, de Mao, Pol Pot, Castro o Ceausescu. Comunismo y fascismo fueron dos construcciones políticas totalitarias, propias del siglo 20, que no tienen conexión simple con el populismo actual, ni el de Lula o López, ni el de Bolsonaro o Trump.
La disputa política del siglo 21 se debe entender alrededor del capitalismo de compadrazgo y no del desplazamiento de la economía autónoma, de la sociedad del ridículo y no la estética de la violencia, del pueblo abstracto y no la raza o clase social superior. Es más la disolución del Estado que su fortalecimiento. Es la locura y no la “iluminación”. Es el caos.