Saúl Hernández Bolívar,
Mientras el narcopresidente Petro lanza cortinas de humo para acallar el escándalo de los dineros calientes en su campaña electoral, el proceso de demolición del país sigue su curso. En efecto, un funcionario de la entraña presidencial se victimiza con un falso atentado criminal; la prensa titula que la señora vicepresidenta sufrió una caída de la que poco se sabe; y Venezuela extradita a Aída Merlano, recibida con calle de honor por integrantes de la Policía Nacional como si se tratara de una reina de belleza y no de una delincuente prófuga. Solo faltó el carro de bomberos. ¡Qué dirán los 30 oficiales que renunciaron por la humillación a la que fue sometida la institución policial en el Caquetá!
Y así, como si contara con una gran autoridad moral, Petro se cree con todo el derecho de continuar con sus reformas sin suavizarlas un ápice; reformas que dinamitarán las bases sobre las que se ha soportado el progreso social durante décadas en las que se ha tenido un avance constante, aunque los resultados no sean perfectos.
Por ejemplo, es obvio que todos los colombianos anhelamos un cambio substancial en el tema del empleo, sobre todo en lo relativo a la altísima informalidad (58 %), a los bajos salarios, a la alta tasa de desocupación juvenil, a la baja productividad y al nivel general de desempleo, que casi nunca cae de los dos dígitos, entre otros temas.
Pero es lamentable ver que la reforma laboral que propone este narcogobierno se parece más al pliego de peticiones de un sindicato que a unas proposiciones serias, de carácter técnico, realizadas por una administración que está realmente interesada en lograr cambios estructurales que sean una verdadera solución a la problemática en vez de agravarla más.
No hay que tener más de dos dedos de frente para entender que encarecer el trabajo hace aumentar el desempleo y la informalidad, máxime en un país como el nuestro donde las micros, pequeñas y medianas empresas conforman un escalofriante 99 % del tejido empresarial y concentran más del 80% de los puestos de trabajo. Mipymes entre las que habrá algunas exitosas pero que en su gran mayoría son emprendimientos de subsistencia.
Por eso, no es más que simple populismo proponer que el recargo de domingos y festivos pase del 75 % al 100 %, que el recargo nocturno vuelva a pagarse desde las 6 de la tarde y no desde las 9 de la noche, como sucede ahora, o que la jornada laboral sea de 40 horas semanales y no de 48, como prima en Colombia hace décadas. Incluso, la idea de convertir el sábado en otro día de descanso, como lo propuso directamente el señor Petro Urrego.
Todo eso suena muy bonito y muy justo, pero la realidad es que esas ideas destruyen empleos porque se encarecen los costos laborales y se requerirá generar más ingresos para poder pagar esos recargos. Para el sector del comercio, restaurantes y similares será muy lesivo no poder abrir domingos y festivos y tener que cerrar a las seis de la tarde. Y casi todas las empresas se verán en serios aprietos para compensar las 8 horas semanales que los trabajadores dejarán de laborar dizque para estar a tono con la OCDE. Por cada 5 trabajadores se tendría que contratar 1 adicional con todas las prestaciones de ley para laborar las 40 horas que dejarían de trabajar entre los 5, incrementando los costos y haciendo imposible competir contra la informalidad.
La parte más crítica de este proyecto de reforma es que convierte la terminación del contrato de trabajo en un asunto netamente judicial, quitándole autonomía a los directores y propietarios de las empresas. Para decirlo en términos más simples, esta reforma hará imposibles los despidos y, por tanto, impedirá la contratación porque nadie contrata si no puede despedir. Hasta hoy, el despido sin justa causa ha sido viable mediante una indemnización, pero lo que propone la reforma es que un juez sea quien decida si un trabajador puede ser despedido o no. Eso, después de un proceso que nadie sabe cuánto durará, no solo por la congestión inherente a los juzgados sino por las consabidas artimañas para alargar un proceso.
También se necesitará el permiso de un juez para poder contratar un trabajador a término fijo, lo que será excepcional, pues el gobierno pretende privilegiar el trabajo a término indefinido, como si aún estuviéramos en esas épocas en que nuestros padres y abuelos laboraban toda la vida en la misma empresa.
Sin duda, se trata de una insólita intromisión estatal en la actividad productiva. Un golpe mortal contra la libertad de empresa, la iniciativa individual, el libre mercado… Todo por el prurito ideológico de evitar la supuesta explotación del trabajador por parte del capital. A eso se resume todo. No es una reforma para combatir el desempleo y la informalidad sino para destruir nuestro modelo económico y hacernos dependientes de los subsidios del Estado, como toda la reformatón de Petro.