Instituto Mises,
Hoy en día es difícil ir muy lejos sin tropezar con el Estado, con sus voluminosas leyes, reglamentos, departamentos y agencias. Las últimas décadas, y de hecho los últimos siglos, han visto la continua expansión de los Estados en más y más aspectos de nuestras vidas, y tanto la izquierda como la derecha de la política tienen sus propias grandes visiones para su desarrollo. Pero, ¿es realmente el Estado la institución con la que debemos contar para nuestro futuro, o ha llegado el momento de plantearnos cómo podemos organizarnos y resolver los problemas sin él?
Cuando hablamos del Estado, la mayoría de la gente concibe una organización soberana que ejerce el control sobre un territorio definido sin interferencias y en nombre de sus ciudadanos. A través de su soberanía establece sus propias agendas, y a través de su control es libre de reunir a la gente y los recursos dentro de su territorio para llevar a cabo estas agendas. Sin embargo, lo importante es comprender que éste o cualquier otro concepto de Estado lleva implícita la necesidad de ser la única entidad que recurra a la agresión dentro de su territorio. Por agresión entiendo el uso no provocado de la fuerza, o la amenaza de usarla, contra cualquiera que se resista a sus actividades. Este monopolio es fundamental, ya que en cuanto existen agresores opuestos, se pierde algún aspecto de la soberanía y el control y, por tanto, de la condición de Estado.
Que un Estado sea grande o pequeño no cambia la cuestionable validez moral de que sea intrínsecamente una entidad agresora. Sin embargo, para la mayoría, la falta de una alternativa viable es el final de la investigación intelectual y el comienzo de la resignación ante la aparente inevitabilidad del poder estatal. Pero, ¿son realmente inevitables los Estados? ¿Realmente no hay alternativa?
Tendemos a olvidar que los Estados tal y como los conocemos ahora no siempre fueron la norma. En Europa Occidental, antes de la interrupción de los movimientos de reforma y contrarreforma y el posterior auge del absolutismo en los siglos XVI y XVII, los reyes y príncipes medievales no se consideraban por encima de la ley sino que tenían el deber de proteger el reino, siempre sometidos a las leyes divinas y a las antiguas tradiciones que ellos no habían creado. En realidad, tanto su control como su soberanía eran bastante limitados. De hecho, no fue hasta 1648, con el Tratado de Westfalia, cuando surgió algo más reconocible como un Estado soberano moderno. A partir de este tratado, cada estado podía alcanzar su validez al ser reconocido por los demás estados que existían a su alrededor, reduciendo así la necesidad de los gobernantes de buscar principalmente el apoyo de sus propios electores y de autoridades menores para mantener y aumentar su autoridad.
Esto no quiere decir que los monarcas prewestfalianos de la Europa medieval no tuvieran más o menos rasgos estatales de vez en cuando, o que algunos de ellos no se esforzaran por solidificar su gobierno y eliminar estructuras institucionales competidoras. Más bien me limito a señalar que, durante largos periodos de la historia, muchos gobernantes no persiguieron estos objetivos o tuvieron relativamente poco éxito a la hora de alcanzarlos.
Entonces, ¿qué ocurrió durante esta época de ausencia o, en el mejor de los casos, de protoestados? Bueno, por enumerar algunas cosas, Europa Occidental salió de la Edad Media; vio crecer las ciudades y las redes comerciales; inventó la contabilidad por partida doble, el calendario moderno, los relojes mecánicos y la notación musical; estableció el sistema universitario, los hospitales y los hospicios; experimentó una revolución agrícola que permitió un rápido crecimiento de la población; y tuvo múltiples triunfos artísticos y arquitectónicos asociados con los movimientos románico, gótico y de principios del Renacimiento. Nuestra presunción moderna de que las sociedades civilizadas deben estar bajo el control absoluto de gobiernos estatales centralizados es claramente errónea.
Pero si los Estados han sufrido altibajos a lo largo del tiempo y, sin embargo, la civilización ha continuado, ¿cuál es esa otra tradición, esa otra forma de organizar la sociedad que a veces gana terreno y a veces retrocede en contraposición al poder estatal? Esta otra forma es la forma libertaria, basada en la idea de eliminar el gobierno centralizado del Estado y maximizar la libertad política.
En las actuales sociedades dominadas por el Estado, muchos retrocederán inmediatamente ante la idea de llevar demasiado lejos una vía política tan descentralizada y pensarán que, en algún momento, conducirá a resultados caóticos en los que las personas se pisotearán unas a otras y la injusticia será la norma. Pero la cuestión es la siguiente: nuestras vidas ya están impregnadas y rodeadas de muchos ejemplos de sistemas descentralizados que funcionan bien. De hecho, funcionan muy bien, tan bien que no tenemos que pensar dos veces en ellos aunque dependamos regularmente de ellos para aspectos cruciales de nuestras vidas.
Tomemos como ejemplo el inglés. No hay ninguna autoridad que lo pronuncie, regule o controle. Por tanto, la lengua inglesa presenta todas las características de la descentralización. En el mundo angloparlante existen centros de autoridad influyentes, como los editores de diccionarios, los especialistas académicos en gramática y literatura inglesas, los creadores de contenidos en inglés de amplio consumo y las organizaciones que prescriben el inglés como lengua oficial. Estos son los líderes en la formación, difusión y regulación de la lengua inglesa. Sin embargo, ninguno de estos grupos puede afirmar que controla o gobierna la lengua en ningún sentido significativo.
Hay muchos otros ejemplos maravillosos de sistemas descentralizados funcionales y beneficiosos en nuestras vidas. Pensemos en las distintas ciencias, las tradiciones musicales, las plataformas de software de código abierto y la multitud de cadenas de suministro de libre mercado que hacen que las estanterías de los supermercados estén repletas de artículos útiles cada día. Estos ejemplos, y muchos más que podrían citarse tanto en entornos contemporáneos como históricos, demuestran que los sistemas voluntarios descentralizados funcionan: funcionan a escala, pueden funcionar con complejidad y pueden ser muy adaptables a circunstancias cambiantes.
Al tomar la opción libertaria no estamos rechazando la posibilidad de autoridad, coordinación, gobierno, regulación o justicia. Simplemente pedimos que estas cosas se proporcionen por otros medios que no sean los de un monopolista agresivo. Entonces, ¿qué ocurre cuando llevamos la opción libertaria lo suficientemente lejos y pensamos fuera del Estado? Si examinamos brevemente algunos de los ámbitos que la gente suele considerar más necesitados de la intervención del Estado, veremos rápidamente que las soluciones no sólo son posibles, sino que en muchos casos nos resultan bastante familiares.
Empecemos por los distritos de propietarios y residentes que necesitan infraestructuras comunes como redes de carreteras, seguridad y vigilancia policial, servicios públicos, normas de construcción y reservas naturales. En este caso, podrían contratarse órganos de gobierno corporativos privados de forma muy similar a como los órganos de gobierno de las torres residenciales ya proporcionan servicios, instalaciones y normativas comunes a sus propietarios y residentes.
Del mismo modo, la justicia podría impartirse a través de una serie de contratos privados. Las organizaciones especializadas podrían ofrecer justicia a sus clientes a través de contratos estructurados de forma muy parecida a los contratos de seguros con los que ya estamos familiarizados, con tasas pagadas por un periodo de cobertura y alguna combinación de indemnización o acción coercitiva contra las partes infractoras que el proveedor de justicia deba contractualmente al cliente si se demuestra suficientemente que se ha producido un hecho asegurado.
La prueba de los hechos asegurados puede requerir el dictamen de expertos contratados externamente, como ya ocurre en el sector del arbitraje privado. Los proveedores de justicia también podrían subcontratar cualquier acción coercitiva que pueda ser necesaria contra un infractor probado a agencias de ejecución especializadas que operen algo así como los cobradores de deudas privados, pero con capacidades mejoradas.
A continuación, la lucha contra la invasión extranjera podría llevarse a cabo a través de los distintos gobiernos privados, proveedores de justicia y grandes terratenientes de una sociedad libertaria que contrataran los servicios de empresas privadas de defensa como las que ya existen e incluso son utilizadas por muchos gobiernos estatales en la actualidad.
Por último, los pobres y oprimidos de la sociedad podrían ser atendidos a través de redes de caridad voluntaria que se expandan en el vacío dejado una vez eliminados los impuestos y la beneficencia del Estado.
Aunque se podría decir mucho más sobre estos y otros muchos aspectos de una sociedad sin Estado, es importante señalar que no es posible garantizar que todas las sociedades libertarias, por pequeñas o pobres que sean, sean siempre capaces de ofrecer soluciones perfectas en materia de infraestructuras, eliminar toda injusticia, repeler todo tipo de invasiones extranjeras y acabar con toda la pobreza. Sin embargo, no cabe duda de que los Estados modernos no se atienen a estas normas y, de hecho, a menudo distan mucho de alcanzarlas. Lo que sí podemos afirmar es que las sociedades libertarias irán por el buen camino para aumentar el civismo, la paz y la prosperidad.
A lo largo de toda la historia de la humanidad, hemos pasado gran parte de nuestro tiempo abriéndonos camino a machetazos para salir del desierto. Tuvimos éxito en esa lucha y avanzamos en consecuencia. De cara al futuro, quizá deberíamos aprender a dejar de hackearnos unos a otros. Utilizar el Estado, ya sea de izquierdas o de derechas, con su inherente gobierno basado en la agresión, no es el ideal al que deberíamos aspirar, especialmente cuando tenemos a mano una opción mucho mejor.