@LucasRibeiro_RI
Especial
SALVADOR DE BAHÍA. – Hace un año, el 8 de enero de 2023, Brasil vivió uno de los capítulos más controvertidos de su historia reciente: la invasión de las sedes de los tres poderes en Brasilia.
Los grandes medios de comunicación, alineados con el PT y la Rede Globo, fueron rápidos en etiquetar el evento como un acto golpista y terrorista, señalando al expresidente Jair Bolsonaro como mentor del suceso.
En este contexto, el STF y el gobierno de Lula fueron exaltados como defensores de la democracia. Sin embargo, un análisis más profundo y crítico revela una realidad más compleja y perturbadora.
Contrariamente a la narrativa convencional, se evidencia que los actos de vandalismo, aunque reprobables, no constituían una amenaza real al orden institucional brasileño. Gran parte de los manifestantes, incluidos ancianos y desarmados, demostraban claramente una falta de capacidad y organización para un golpe de Estado. No había ninguna arma entre los detenidos, carecían de articulación política y no tenían los medios mínimos de acción para cualquier intento de golpe de Estado.
La respuesta de las autoridades judiciales, lideradas por el ministro Alexandre de Moraes del STF, exacerbó la situación. Miles de personas fueron juzgadas, incluso sin tener fuero privilegiado, contraviniendo las normas legales brasileñas que determinan que los ciudadanos comunes deben ser procesados por jueces de primera instancia, con sorteo de los magistrados. Este desvío de las prácticas judiciales legítimas ilustra un panorama preocupante de un sistema de justicia partidista.
Las historias de Renata Cruz e Iraci Nagoshi, relatadas por la Revista Oeste, ponen de relieve el lado humano de la tragedia. Renata, una ama de casa de 50 años, viajó de Pindamonhangaba a Brasilia para protestar. Cuando la situación se deterioró, buscó refugio en el cuartel general del Ejército, pero terminó siendo detenida por estar en el lugar y momento equivocados. Iraci Nagoshi, una profesora jubilada de 71 años enfrentó un destino similar y se vio obligada a permanecer ocho meses en la prisión de la Colmeia, sin ninguna prueba en su contra.
La muerte de Cleriston Pereira da Cunha en prisión, a pesar del informe favorable de la PGR para su liberación, es un triste hito en esta saga, que simboliza el descuido y la arbitrariedad de las acciones judiciales.
Otro punto preocupante involucra al general Gonçalves Dias, jefe de la Oficina de Seguridad Institucional (GSI) y hombre de confianza de Lula da Silva. Fue captado por cámaras de seguridad recibiendo a manifestantes y vándalos en el Palacio del Planalto, una acción que fue convenientemente ignorada en las investigaciones del STF y del Ministerio de Justicia.
Además, el exministro de Justicia Flavio Dino, actualmente miembro del STF, estuvo involucrado en la misteriosa desaparición de imágenes de seguridad del Ministerio de Justicia, un hecho que levanta sospechas de manipulación de los eventos y ocultación de posibles infiltrados entre los manifestantes.
Un año después del 8 de enero, Brasil se enfrenta a un sistema judicial partidista y a un Ministerio de Justicia que recuerdan a regímenes autoritarios. Las acciones del STF y del gobierno, bajo la pretendida defensa de la democracia, se revelan como una sofocación de esta. La verdadera amenaza a la democracia brasileña no reside en los actos de vandalismo, sino en la respuesta desproporcionada y políticamente motivada de las autoridades. El episodio se convierte en un espejo distorsionado de la democracia, reflejando la urgente necesidad de revisar los pilares de la justicia y la libertad en el país. Un año después del 8 de enero, la realidad es clara: Brasil no enfrentó un golpe, sino la manifestación de un sistema judicial partidista y un gobierno que, bajo la bandera de la democracia, practicaron actos propios de regímenes autoritarios. Lo que se vendió como un acto de subversión resultó ser una crisis de justicia.
Las historias de Renata Cruz, Iraci Nagoshi y Cleriston Pereira da Cunha, junto con las acciones sospechosas de figuras como Alexandre de Moraes y Flavio Dino, son emblemas de un sistema judicial que se desvió de sus funciones y competencias constitucionales. Un año después, el verdadero desafío es la restauración de las instituciones, y no un régimen de excepción que se está exacerbando día a día en Brasil.