JOSÉ JAVIER ESPARZA,
Con la excepción de los que van a sacar tajada de la presente circunstancia, nadie o casi nadie niega que hoy, en España, estamos asistiendo a un golpe de Estado. «Golpe»: no se puede llamar de otro modo a este proceso de transformación del modelo político al margen de la voluntad popular (pues nadie votó esto, aunque votara a sus protagonistas) y a través de un doble movimiento de consecuencias letales para el sistema. Ese doble movimiento consiste, uno, en la ocupación de los resortes del Estado por el partido en el gobierno, y dos, en la entrega del protagonismo político a los partidos que se han manifestado explícitamente como enemigos de la continuidad de la nación. Dos movimientos, un golpe.
El doble movimiento no requiere grandes explicaciones. La ocupación simultánea por el PSOE del Tribunal Constitucional, el Tribunal de Cuentas, el Instituto Nacional de Estadística, el Centro de Investigaciones Sociológicas, la radiotelevisión pública, etc., es un hecho objetivo, así como la neutralización del Parlamento o la toma al asalto de empresas estratégicas. También es un hecho objetivo que las grandes decisiones gubernamentales —y la política es, ante todo, decisión— ya no se toman en La Moncloa, sino en las mesas donde el Gobierno de España negocia con los separatistas catalanes y vascos, que han pasado a convertirse en los verdaderos árbitros del sistema. La continuidad histórica de España como comunidad política está ciertamente amenazada de muerte.
Ahora la pregunta realmente importante es esta: ¿cómo está siendo esto posible? ¿Por qué nuestro Estado está resultando ser tan frágil? El Estado es el aparato institucional que materializa la estructura de la comunidad política. En los modelos más desarrollados, el Estado tiende a ser una estructura neutra que atiende a su propia supervivencia por encima de los cambios de poder. A ese objetivo responden instituciones como las Fuerzas Armadas, la judicatura, la jefatura del Estado, la policía, el servicio exterior, la Administración, etc. En condiciones normales, un Estado atacado desde su interior debería estar en condiciones de responder con su propia fuerza, que es mucha. Así respondió ante el golpe del 23 de febrero de 1981 o ante el del 1 de octubre de 2017, por ejemplo. Lo singular de nuestro caso, hoy, es que el Estado parece hallarse completamente inerme ante el actual doble movimiento de desmantelamiento. Ninguna de las estructuras institucionales parece capaz de oponerse a un proceso de desconstrucción que avanza sin encontrar grandes resistencias. ¿Por qué?
Ocurre que el Estado, que nos podemos imaginar como una máquina, requiere que alguien sepa hacia dónde debe dirigirse, para qué sirve, cuál es su finalidad. Normalmente, los Estados se construyen para proteger a la comunidad política, que es eso que se llama nación. Ahora bien, en España hace mucho tiempo que el Estado no sirve para nada de eso. Al revés, ha sido utilizado precisamente para desnacionalizar a la comunidad política. Las cesiones de soberanía por arriba, a las instancias transnacionales, y por abajo, a las oligarquías regionales, han alejado por completo al Estado de su función natural. Quizá por eso carece hoy de fuerza suficiente para oponerse al proceso de su propio desmantelamiento. Y por eso digo que quizá, en realidad, estamos ante dos golpes: uno, hoy, el protagonizado por Pedro Sánchez y sus secuaces separatistas, y otro, más añejo y más sostenido en el tiempo, que es el que ha venido vaciando al Estado de cualquier fuerza decisoria y en el cual, por cierto, casi todos los agentes políticos del país han sido más o menos cómplices.
Es importante constatar esto porque nos ayuda a pensar cómo podríamos salir de la actual crisis. Imaginemos que, en un último acto de piedad, Santiago Apóstol intercede por esta España moribunda y logramos frenar el golpe en marcha. Bien, ¿qué pasaría después? Porque el Estado superviviente seguirá aquejado de las mismas insuficiencias que nos han traído hasta aquí. Es decir que no basta con parar el golpe presente, sino que, además, hay que plantearse un tratamiento de fondo para regenerar a un Estado profundamente erosionado por ese otro golpe, menos visible pero quizá más letal, que ha terminado transformándolo en una máquina ciega sin capacidad de reacción. Más claramente: si no somos capaces de renacionalizar al Estado, de ponerlo al servicio de la comunidad política real, servirá de bien poco cuanto hoy se pueda hacer para frenar el golpe de Sánchez. Porque en realidad, sí, quizá son dos golpes.