Esperanza Ruiz,
Avellana (Oreshnik) ha sido el nombre elegido por el complejo militar industrial ruso para bautizar el misil hipersónico de medio alcance que han probado hace unos días contra una fábrica de armamento en Ucrania. Podrían haberle llamado Contador, Islero o Retinto, pero eligieron Avellana. Occidente se ha quedado en el 83, con Reagan y Thatcher, y sigue utilizando nombres de otra época (hasta en esto nos hemos atascado) para denominar algunas piezas de su arsenal. Sombra de tormenta, cabellera, Tomahawk, cerdo salvaje… Todo ello evoca tiempos de frontera, de sheriffs, Winchesters y pieles rojas poco convencidos del poder salvífico de la Biblia. Las cosas no parecen haber cambiado mucho. Ahora, además de Winchesters, tenemos a Lockheed Martin o a Raytheon; al sheriff le acompañan los alguacilillos europeos, siempre dispuestos a recibir una bala de Colt por él. Y no hace falta que describa a los pieles rojas, escasamente convencidos del poder salvífico de la democracia liberal.
Mientras aquí nos encomendamos a un hortera —¡Aldama, yo sí te creo!— para que nos libre del «sanchismo», fuera tenemos una crisis de los misiles que ríase usted de la de Cuba. La prensa seria nos dice que no hay nada que temer, repitiendo la narrativa del establishment,como si el lanzamiento de la Avellana hipersónica no fuera un aviso a navegantes. Al mismo tiempo, eso sí, nos explican que Alemania está haciendo un recuento de búnkeres y que en el norte de Europa se va a editar una guía de consejos para que el ciudadano vikingo sepa cómo actuar en caso de guerra. Nos quedan dos meses de infarto hasta la toma de posesión de Trump y, en cualquier caso, nada garantiza un final rápido a la unprovoked war en Ucrania; o a que ésta no sea continuada de alguna forma por la UE, payaso de las bofetadas en este conflicto. Jamás debe subestimarse la estupidez de nuestros mandarines europeos. Su fórmula para resolver cualquier problema suele consistir en potenciar sin fin la causa que lo ha originado.
Durante la crisis cubana, el mundo tenía claro que Kennedy y Kruschev representaban, respectivamente, a los Estados Unidos y la Unión Soviética. Hoy sabemos que Vladimir Putin es la cabeza visible de la Federación Rusa, ¿pero quién está detrás del teléfono rojo en nuestra orilla? Fuera de España se cuenta que Biden no ha firmado ninguna orden ejecutiva autorizando la utilización de los misiles ATACMS sobre suelo ruso. El presidente norteamericano habría verbalizado, en el mejor de los casos, su deseo de saltarse otra línea roja impuesta por Moscú. Esto es llamativo y quiere decir que algún funcionario, algún miembro de los servicios de inteligencia o del Pentágono, debió pasar por delante del despacho oval y preguntó a gagá Joe, que hablaba con el retrato de Benjamín Franklin, si no era ya momento de atacar el territorio putinesco «en profundidad». Biden asintió, esta vez mirando al retrato de Rosa Parks, y el resto termina con el mundo en vilo y el intercambio de misiles que hemos conocido la semana pasada.
Aquellos que no creen en el Estado profundo van bien servidos con esta crisis. No sabemos con exactitud quién maneja la barca, quién, de la nación indispensable. La decisión de atacar suelo ruso tomada por la Administración Biden —sin rúbrica presidencial, sin responsable directo conocido— representa un corte de mangas a la voluntad, expresada en las urnas, de casi ochenta millones de ciudadanos estadounidenses deseosos de pasar página en Ucrania. Si bien es cierto que la figura del gobierno en funciones no existe en USA, esta escalada deja una intranquilizadora sensación de huida hacia lo desconocido, de chapuza soberana o, si se quiere, de regalo envenenado para el que viene detrás. En su fase terminal, parece que el orden del mundo surgido en 1945 no es más que un generador de caos. Y éste es el signo del psicópata.