Si un extranjero que no conoce los detalles de lo que se debate en el país sobre política y economía, llegaba este miércoles a Buenos Aires, solamente podía sacar una sola conclusión al ver el cacerolazo de Congreso: Argentina cayó en manos de una bruta y brutal dictadura que pretende abolir las manifestaciones artísticas, al estilo de un Adolf Hitler o un Fidel Castro, que solamente permitían la existencia de una cultura afín al régimen.
Es que eso rezaban todas las pancartas del “Cacerolazo cultural”, al igual que los discursos vertidos ante cada micrófono de los medios opositores. Incluso, el actor kirchnerista Raúl Rizzo se animó a decir frente a las cámaras, que el nuevo gobierno busca “borrarlos del mapa”, al igual que a la música y los libros. Terrible.
Sin embargo, cuando uno indaga en las medidas oficialistas y en los verdaderos reclamos de estos “artistas” uno encuentra una realidad muy diferente. El Gobierno no quiere prohibir absolutamente nada, como se interpretaría ante el reclamo cacerolero. Solo propone dejar de patrocinar artistas e instituciones con los dineros del contribuyente. Es decir, cualquiera puede agarrar una guitarra y cantar lo que quiera, incluso para hablar pestes del la Administración de Milei. Lo que sí van a hacer es tener que financiar sus propias ideas, y si quieren subsistir, salir a venderlas al mercado, donde alguien las compre de manera voluntaria.
¿Qué quieren estos artistas, entonces? Que el Estado les dé plata, por el hecho de ser cantantes, actores o escritores. Un beneficio que no tienen los verduleros, los zapateros o los plomeros, que tienen que esperar que alguien pague por sus servicios para subsistir. Una cosa es censurar y limitar al artista desde el Estado, como se hizo en casi todos los proyectos políticos totalitarios de la historia y otra es permitir cualquier manifestación artística, pero sin financiarla con recursos públicos.
Yo, como periodista argentino, tengo el derecho de ejercer mi profesión y de escribir lo que se me da la gana. Lo que no puedo hacer es obligar a que me costeen mis gastos los que no están dispuestos a hacerlo.
En honor a la verdad, los artistas caceroleros deberían haber llevado otros mensajes. En lugar de escribir que Milei quiere “terminar” con el arte, hubiesen escrito “queremos seguir recibiendo plata del Estado”. Claro que ante un reclamo así, en lugar de empatía por parte de la gente hubieran recibido repudio, pero la realidad es que eso es lo que quieren, que sigan llegando los fondos que les daba el kirchnerismo. Sin embargo, como dice el vocero Manuel Adorni, “no hay plata”. Menos para financiar el oscuro y gris arte paraestatal, a medida de los intereses del burócrata que les firma los cheques. El verdadero arte debe ser independiente y contestatario.