ENRIQUE GARCÍA-MÁIQUEZ,
Con frecuencia me preguntan cuánto tardo en escribir un artículo. Haciendo uno al día como mínimo, se me considera, con excesiva generosidad, un experto en el oficio. En realidad, cuantos más artículos escribo, menos claro lo tengo. Más variabilidad de tiempo empleado percibo. Está el insólito artículo que te sale en quince minutos y suele ser de los mejores porque se escribe en un impulso de inspiración que se puede llamar indignación, sorpresa, descubrimiento o atisbo. Pero tampoco son mancos los que se escriben en dos o tres años que estás dándole vueltas a una idea hasta que por fin las destilas en un texto.
Entre ambos extremos cabe una variedad enorme de tiempo necesario. Sin ir más lejos, ahora llevo dos horas ante la página en blanco de mi ordenador, que es como la página en blanco de toda la vida, pero peor, porque la luz de la pantalla es más dañina para los ojos. La miro, me mira, y no he escrito una letra. Estoy pensando de qué escribir sin que se me ocurra nada lo suficientemente novedoso o singular para que merezca que ustedes me dediquen diez minutos de su tiempo. Si no fuese por lo que respeto el tiempo y la atención de ustedes, escribiría rápidamente cualquier cosa. Podría decir que Pedro Sánchez es un mentiroso, por ejemplo, pero eso ustedes ya lo saben de sobra y a él siempre le ha dado igual.
Por supuesto me he paseado por los periódicos locales y nacionales y hay muchos temas de los que hablar. ¡Los políticos no paran! Lo imprescindible es el enfoque personal, la aportación propia. Si tu artículo lo puede escribir otro, es mejor que lo escriba él o ella.
Entonces he caído en la cuenta de que podía escribir un artículo sobre no escribir un artículo. Será un homenaje a las vacaciones de Navidad. Cierto que la política sigue a su bola, con sus mentiras y su actividad incesante, pero nosotros no tenemos que seguirle el rollo los 365 días del año.
En una conferencia que di para la Fundación Universitaria Española sobre Chesterton y santo Tomás de Aquino hice especial hincapié en la implícita bondad del estar tranquilo sin hacer nada, que era una afición principal de Chesterton. El escritor inglés echaba de menos un lápiz lo suficientemente largo como para escribir su artículo en el techo de su cuarto, mientras él seguía en la cama. Para la metafísica tomista, el ser, por ser creación divina, es intrínsecamente bueno. Todo lo creado tiene esa huella del Creador. ¿Todo? Todo es bueno, incluso el demonio, en lo que tiene de existente. Por eso, su decisión libérrima por el mal requiere la continuidad. El refranero español, que dice que el diablo, cuando se aburre, mata moscas con el rabo, es profundamente teológico. El demonio no puede dejar ni un momento de hacer el mal, aunque sea a las moscas, porque, si se abandonase en la dulce inactividad de su ser, caería en la bondad ineludible que todavía le queda como creatura del Creador. Esto le tiene rabioso. Necesita no parar para que su rechazo se mantenga.
De manera análoga, los malos no paran. No pueden hacerlo si quieren ser coherentes con su opción preferencial por el rechazo a la bondad. Y viceversa. Los que queremos apostar por la divinidad tenemos unos maravillosos cuarteles de invierno en la más preciosa pasividad. No opinar, no debatir, no polemizar. Cerrar los ojos y dedicarse al dolce far niente de estas fiestas navideñas. Dejar que lo mejor que tenemos, que es la existencia que nos ha regalado Dios, fluya sin que nuestro activismo la distraiga. Hay un activismo que es muy necesario, ojo, que no quiero imponer a nadie ni a mí mismo ningún nirvana zen. Sólo digo que también la inactividad está muy bien y reza sola.
En vez de mirar la pantalla o los periódicos, he mirado al Nacimiento que han montado mis niños en casa. El Niño se está tranquilamente en la cuna todas las navidades. Sonríe. Parece que duerme, pero si te fijas tiene los ojos luminosamente abiertos. Y ya está. Sabe que no hay mayor regalo que su existencia. Que se inquiete Herodes. Nosotros podemos permitirnos recostarnos a su lado en el pesebre. ¡Feliz año nuevo!