CARLOS MARÍN-BLÁZQUEZ,
Para bregar con el mundo nos fabricamos una imagen luminosa de nosotros mismos. De ella se alimenta nuestra confianza. Encaramos las dificultades pertrechados de la provisión de autoestima imprescindible para pensar que podemos superarlas. Pero entre el perfil que nuestra imaginación ha cincelado y aquel otro que los demás perciben media siempre una distancia. Por eso, cada vez que alguien nos obsequia con una opinión acerca de nosotros que no era la que esperábamos, deja expuesta nuestra sensibilidad a una incómoda sensación de extrañeza. Y en el caso de que su dictamen resulte abiertamente negativo, la extrañeza cede su lugar a un elenco de reacciones cuyo grado de intensidad varía de acuerdo al temperamento de cada persona: dudas, resentimiento, impotencia, decepción…
Uno madura, pero eso no quiere decir que se acostumbre a vivir con el rechazo que su forma de ser, o su sola presencia a veces, inspira a una porción de sus semejantes. Nunca se acostumbra uno del todo. Y aun así, siempre es interesante ponerse, al menos durante un momento, en la piel del que nos rechaza. ¿Cómo nos mira él? ¿Qué rasgo de nuestra personalidad despierta su rechazo? ¿En qué punto aproximado del proceso que secretamente se incuba en lo profundo de su ser lo que es un sentimiento de latente aversión podría transformarse en una actitud de hostilidad manifiesta?
Ninguna de las preguntas anteriores tiene una respuesta clara. Sin embargo, su formulación es necesaria porque a través de ella se iluminan parcelas de nuestra relación con el mundo que de otro modo quedarían sumidas en una oscuridad amenazadora. Y cuando el conflicto estallara —si llegase a hacerlo— ya sería tarde para comprender nada.
Esto, que es aplicable al ámbito de las relaciones personales, encuentra una especie de correlato en el terreno de la convivencia social. Europa, una parte de ella, hace tiempo que vive embelesada con la idea que se ha formado de sí misma. Se ha confiado tanto, se ha exhibido tan virtuosa y democrática, tan progresista y tolerante, tan próspera, magnánima y ejemplar que ha creído que proyectando esa imagen al resto del mundo todas las culturas y naciones sucumbirían a su encanto. Ha considerado que era suficiente con esgrimir unos principios que sus clases dirigentes juzgaban universales para que fueran aceptados sin réplica. Ha abdicado del sentido de la realidad, ha ignorado las lecciones más ásperas de la historia, ha convertido el ejercicio de la política en la administración de una tecnocracia acostumbrada a decidir al margen del sentir mayoritario y se ha embarcado en un proceso de desmantelamiento cultural, ingenierías sociales y renuncia a sus propias raíces que sólo cabe tildar de suicida.
El resultado de todo ello es que el malestar derivado de esa situación, a fuerza de ser ignorado, se ha acabado enquistando en capas cada vez más amplias de la sociedad. Europa ha llegado así a lo que el profesor Dalmacio Negro diagnosticó hace algún tiempo como un momento prerrevolucionario. A los periódicos estallidos de violencia fruto de unas políticas de inmigración y asimilación en gran parte fracasadas, hay que sumar otra larga nómina de problemas derivados de la inseguridad de la vida en ciertos barrios, la precarización laboral, la deslocalización industrial y el abandono del sector primario, la mengua de la capacidad adquisitiva, la crisis de la institución familiar, la inoperancia del sistema educativo y el aumento, paulatino pero constante, de la brecha que separa a una selecta cúspide de privilegiados del resto de la sociedad.
Así surgen dos versiones de Europa: la imagen idealizada que modelan las élites y difunden los medios de control de masas, por un lado, y la Europa aquejada de una problemática cuya gravedad se trata de ocultar desviando la atención de la opinión pública hacia un cúmulo de polémicas —y aquí la dictadura cultural que ejercen los herederos del espíritu disolvente del sesenta y ocho juega un papel primordial— generadas de manera tan artificial como interesada. Por eso, cuando algún brote de descontento emerge de manera súbita y descontrolada en el corazón de esta Europa enferma, el incauto ciudadano que se ha acostumbrado a enfocar los hechos desde el prisma distorsionado que le proporciona el discurso institucional experimenta una crisis de estupor: no se tomó la molestia de mirar la realidad con ojos distintos a los de Narciso.
Mirar las cosas tal y como son: éste es el punto en el que comienza siempre la esperanza. Es esa la actitud que ayuda a encontrar las claves de conflictos sin solución aparente, en el caso de que exista la voluntad de identificar dichas claves. Pero, ante todo, evita que al menos un sector de la ciudadanía vuelva a confiar en quien no debe. Es decir, que siga entregando la potestad de resolver los problemas a quienes han sido los principales agentes de su creación.