sábado, noviembre 23, 2024
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La anomalía española

CARLOS MARÍN-BLÁZQUEZ,

Hoy como hace diez mil años, ningún poder se mantiene si ha perdido su virtud mágica.
Betrand de Jouvenel

Hace dos semanas me referí aquí a la singularidad española para describir el caso de una sociedad que coopera en su propia debacle eligiendo democráticamente a los políticos que la conducen por la pendiente de la decadencia. Frente al hechizo que provocan unas siglas, de nada sirve el abrumador acopio de datos con que se va delineando un panorama tenebroso. ¿Cómo se explica esta ceguera? No hay una respuesta sencilla para la cuestión. Si tras el tiempo necesario de aplicar a un paciente un determinado tratamiento observáramos que su estado empeora, ¿no sería lo razonable cambiar de medicación? De no hacerlo, sólo cabrían dos explicaciones: o bien quienes están a cargo del enfermo desean provocar su lenta y silenciosa extinción porque de ello obtienen algún beneficio, o bien una lectura desquiciada de los síntomas de su agravamiento invita a pensar que el paciente se encuentra a punto de recuperar la salud.

España es un caso paradigmático de la confluencia de esos dos factores. Por una parte, padecemos a una clase dirigente que extrae su poder del debilitamiento de la sociedad. Su propósito no es acabar con la vida del cuerpo social, sino vampirizarlo, succionarle la práctica totalidad de sus energías, dejar que agote sus fuerzas en el curso de interminables discordias intestinas, atrofiar su capacidad crítica, anular su sentido de la realidad, esterilizar su voluntad de sobreponerse a las adversidades, minar su moral de resistencia y, en última instancia, sumirlo en una lastimosa agonía que le impida volver a reclamar el derecho a ser el sujeto protagonista de su propio destino.

Por otra parte, y como consecuencia natural de los factores arriba mencionados, existe una amplia masa de votantes propensos a hacer una interpretación de la realidad en términos netamente alucinatorios. Influye sobre ellos esa concepción orwelliana del poder que consigue trastornar la percepción de las evidencias. Ya saben: la guerra es la paz, la libertad es la esclavitud, etc. Componen un ente compacto, cerrado sobre sí mismo e impermeable a los requerimientos del sentido común. Ingieren su diaria ración de propaganda con la avidez de un alimento metafísico. Confunden el progreso (palabra talismán con la que, de modo paradójico, a la vez que identifican el Bien absoluto levantan los muros de la cárcel mental en la que viven) con este paulatino oscurecimiento de las expectativas comunes, con este deslizarse sobre el filo de las circunstancias sin más afán que impedir que gobierne cualquier otra opción distinta a la que sienten como suya. No se trata de un juicio moral acerca de sujetos particulares, entiéndase. Se trata de describir, en los términos más asépticos posibles, el contorno de un fenómeno que, contradiciendo el espíritu de esta era supuestamente ilustrada y ultracientífica, desborda los límites de la lógica.

La historia reciente nos surte de ejemplos similares al español, países que durante decenios han vivido bajo el dominio incontestable de partidos que, pese a las pruebas que se iban acumulando acerca de su corrupción y su incompetencia, lograban que prevaleciera no sólo la incuestionabilidad del relato que loaba sus conquistas sociales, sino una visión del mundo que abarcaba aspectos cada vez más amplios de la vida pública y privada. Sin embargo, en algún momento se produjo una reacción. Francia, Italia o Grecia vieron cómo casi de la noche a la mañana se desintegraban o quedaban reducidas a la irrelevancia esas inmensas maquinarias de ganar elecciones que habían sido el PS, el PSI, el Pasok o la Democracia Cristiana. Puede que, a la larga, el modo de operar de las organizaciones que han venido a sustituir a esos mastodónticos depredadores políticos no difiera demasiado de las prácticas que son comunes a los sistemas que se rigen por la ley de hierro de las oligarquías. Pero al menos hubo en cierto instante un estallido de hartazgo popular, la manifestación esperanzadora de un deseo de regeneración cívica, la exigencia mayoritaria de un poco de higiene y decencia públicas. O quizás, simplemente, la brusca caída desde la nube de irrealidad a la que una sociedad se encarama cuando todavía puede permitirse el lujo de creer que las pasiones ideológicas importan más que la áspera tozudez de los hechos.

La anomalía española consiste en que que esa reacción no se ha producido. Para satisfacción de quienes buscan reducirnos al papel de obedientes recaderos de intereses foráneos, somos ahora mismo una nación severamente debilitada, sin capacidad para hacerse valer más allá de sus fronteras y en humillante proceso de descomposición interna. En uno de sus ensayos, Jünger define el mal en política como la culminación de un poder que «aspira a que el individuo colabore en su propia aniquilación». ¿Y cómo se logra algo así? De nuevo, la explicación resulta ardua, si bien la formidable cita de Jouvenel que figura en el encabezamiento de este artículo nos ofrece la posibilidad de esclarecer el fenómeno: saliendo del ámbito de la razón y adentrándonos en el insondable terreno de la magia.

Fuente: La gaceta de la Iberosfera

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