Edgar Cherubini Lecuna,
Gobiernos, corporaciones e instituciones internacionales concurren a Venezuela para mantener el statu quo de un régimen cuyos dirigentes aparecen retratados en carteles de “Se busca” en los que se ofrecen millonarias recompensas por sus cabezas. Un régimen que durante 25 años ha ocupado las instituciones borrando los límites entre gobierno, Estado y nación. Un país donde no existe el Estado de Derecho ya que fiscales y jueces obedecen sin ningún pudor las órdenes del ejecutivo. De allí, la asertiva pregunta que formula Asdrúbal Aguiar sobre “El mecanismo” del acuerdo promovido por los facilitadores noruegos del Acuerdo de Barbados para estudiar las posibles habilitaciones políticas, entre éstas la de María Corina Machado, candidata presidencial de la oposición: “¿Cómo se hace para habilitar a una persona que formal y legalmente no se encuentra inhabilitada, a través de un amparo constitucional interpuesto ante la Sala Político-Administrativa del Tribunal Supremo de Justicia? ¿Dado lo real y objetivo, no ha mediado en el caso de Machado un juicio penal ni una condena definitivamente firme que la haya inhabilitado, tal como lo exige la propia Constitución y lo demandan los estándares normativos internacionales sobre derechos humanos?” (Asdrúbal Aguiar, Noruega y la “legalización de la ilegalidad” en Venezuela, El Nacional, 04/12/2023). Sin embargo, “han endosado al gobierno y oposición, más que una ilusión óptica un verdadero fraude. Es un intento de legalización de la ilegalidad”, que no hace otra cosa que “normalizar la mentira política”, expresa Aguiar.
Ante el absurdo en una situación dada es difícil y a veces imposible reaccionar sin perder equilibrio. Lo absurdo es un completo disparate que afecta la vida de quien lo padece. En el proceso de Franz Kafka, los hechos planteados son inconsistentes con la razón, la lógica o el sentido común. Estas son las primeras líneas de la novela: “Alguien debe haber calumniado a Joseph K., porque sin haber hecho nada malo fue arrestado una hermosa mañana». Como lo expresa Thomas Kavanagh, el protagonista Josef K. es arrestado y procesado por una autoridad inaccesible a pesar de que está convencido de que no ha hecho nada malo. A lo largo de la historia intenta desesperadamente descubrir de qué crímenes se le acusa y cómo defenderse. Pero al final, abandona sus intentos inútiles y se somete a su ejecución sin saber nunca de qué se le acusaba. “La naturaleza absurda del mundo está ejemplificada por el funcionamiento misterioso e impenetrable del sistema judicial, que parece indiferente a Josef K. y se resiste a todos sus intentos de encontrarle sentido” (Thomas M. Kavanagh, Kafka’s «The Trial”: The Semiotics of the Absurd, 1972).
La oferta de apelación a quien no ha cometido delito alguno ha sido presentada por Dag Nylander, el facilitador noruego, como un acuerdo entre las partes, en el que los dirigentes inhabilitados que aspiren a ser candidatos presidenciales pueden solicitar la revisión de sus procesos ante el Tribunal Supremo de Justicia. El título adoptado parece el de un film de acción y suspenso: “El mecanismo”, destinado a brindar garantías democráticas en las próximas elecciones. Según reza el texto del acuerdo: “Los interesados pueden acudir al Tribunal Supremo y solicitar un recurso contencioso-administrativo acompañado de un amparo en un plazo establecido. La Sala Político-Administrativa se pronunciará sobre la admisión de la demanda y el amparo cautelar solicitado”. Según la mayoría de las instituciones democráticas que velan por el ejercicio de la Justicia en el continente, tanto el Tribunal Supremo como la Fiscalía han contribuido a que no exista Estado de Derecho en Venezuela. Este caso digno de Kafka nos remite a una situación análoga en la Alemania nazi. Ingo Müller en su libro Los juristas del horror comenta que, en 1938, después de consolidado el poder del Tercer Reich, “Los tribunales se plegaron a los deseos de sus dueños políticos. En todas las áreas del derecho y en toda clase de tribunales, los opositores al régimen fueran genuinos o inventados eran privados de sus derechos legales, mientras el apoyo y trato preferencial dado a delincuentes que habían actuado por motivos ‘nacionalistas’ erosionaba el Estado de Derecho” (Ingo Müller, Los juristas del horror. La “justicia” de Hitler. Editorial Actum, 2006). Sin embargo, se ofrecieron recursos de apelación en la Corte Suprema del Reich o “Corte Suprema del Führer” como se le conocía popularmente. Mediante expresiones intencionalmente vagas como la “corrección de decisiones injustas”, la Corte Suprema como tribunal de revisión, cuya función era la de reexaminar las decisiones para detectar errores de derecho, reenviaba el recurso de nulidad a otro tribunal ad hoc, en el que se hacía interminable el proceso debido a que intervenían fiscales con nuevas pruebas acusatorias y nuevos testimonios (testigos estrella) por lo que, al final, concluía en penas más severas de prisión o condenas a muerte.
Al terminar la II Guerra Mundial hizo su aparición en una Europa destruida el Teatro del Absurdo, significando desde entonces una ruptura con los cánones teatrales. Las obras que hicieron célebre a Eugene Ionesco (1909-1994), tienen un denominador común, escenifican lo absurdo del individuo atrapados en un clima de catástrofe. Este género teatral se caracteriza por el colapso del lenguaje en sus representaciones: “La comunicación mecanizada pierde todo su sentido y deja entrever el vacío que acecha a los personajes. Contra toda lógica y verosimilitud, el lenguaje se vuelve desarticulado. Los personajes y situaciones parecen estar inmovilizados en una tragedia total”. En el último acto de Rhinocéres (1960), todos los personajes se van transformando en torpes y brutales rinocerontes, salvo Bérenger, el único que reacciona y se rebela contra la «Rinoceritis», enfermedad que los incapacita de mirar por donde caminan y de embestir lo que encuentren a su paso. Mientras los demás siguen a sus líderes y camaradas rinocerontes, Bérenger decide no capitular: «¡Soy el último hombre, lo seguiré siendo hasta el final!»¡No me rindo, ni me entrego!». Son inevitables las analogías.