viernes, octubre 11, 2024

Moralista

DAVID CERDÁ,

«Moralista» es un término polisémico; que las tres primeras acepciones del DRAE sean «profesor de moral, autor de obras de moral o persona que estudia la moral» confirma que casi siempre ha sido algo positivo o como mínimo neutro. En cierto momento, «moralista» pasó a ser aquel que tenía la desagradable costumbre de señalar con el dedito a los demás por motivos morales, cosa que, por supuesto, nunca debe hacerse. Pero ahora se ha dado un paso más y empieza a haber demasiados que entienden que enjuiciar no ya a las personas, sino los propios actos, es un signo de moralismo. Da igual cómo de bien o mal argumente que el aborto o la eutanasia son inmorales: es usted un moralista, porque ya no se trata de no señalar a nadie, sino de no enjuiciar nada.

El problema que hay en este último giro es que cualquiera que se interese por el bien y el mal seriamente, ya sea un filósofo moral o quien quiera que escriba sobre cómo marcha el mundo, pasa de inmediato a ser un moralista. También, claro está, quien llama a esa persona moralista, porque al hacerlo está señalando una conducta como impropia. Es el mismo problema recursivo del relativismo, que afirma la relatividad de todo salvo de sí mismo: ahí es absolutista («el relativismo es bueno»). Pero hay más problemas, porque si ser moralista es discurrir y pronunciarse sobre lo justo e injusto el ser humano es irremediablemente moralista; está en la naturaleza humana preguntarse por ello. A eso solíamos llamarlo «tener conciencia», pero eso era antes, cuando no era malo tenerla.

El «moralismo», dice también el DRAE, es la «exaltación y defensa de los valores morales». Tampoco parece algo de suyo negativo. En cambio, tal exaltación molesta muy a menudo a los mismos que, en cambio, están furibundamente a favor de la «exaltación y defensa de los derechos humanos», siendo tales derechos… valores morales. De modo que la cuestión es esta: se utiliza peyorativamente el término «moralista» para combatir a quienes tienen concepciones morales que nos disgustan. Lo peor de los moralistas, dicen quienes acusadoramente los señalan, es que «impongan a los demás sus valores», porque en una perversión más del lenguaje «imponer» ya no implica forzar el cumplimiento, sino sencillamente expresarse. ¿Dónde está la libertad de expresión cuando se la necesita?

Aquí destacan sobre todo ciertos autoproclamados liberales. Es gente que al parecer ignora que el liberalismo es en sí una propuesta moral, y por lo tanto su defensa es tan moralista como cualquier otra. Hay efectivamente un liberalismo relativista que niega que existan las verdades morales y sostiene que cualquier costumbre —la ablación, por ejemplo— es tan buena como cualquier otra, porque no se puede razonar (eso dicen, equivocadamente) que juntar una cuchilla y una niña de siete años abierta de piernas sea algo objetivamente malo.

Lo más gracioso que he escuchado llamar a quienes por ser personas moralmente serias defienden que hay principios morales mejores que otros es «supremacistas morales». Ha llegado tan lejos el relativismo que sostener, por ejemplo, que la gestación subrogada es inmoral, equivale a creerse superior moralmente. No obstante, la «superioridad moral» consiste en cancelar los debates morales bajo el pretexto de que lo propio, sin argumentar, vale más que lo ajeno. De hecho, son los nihilistas y los relativistas (valga la redundancia) quienes se comportan como supremacistas morales, pues al tiempo que aseguran que la ablación no es objetivamente inmoral, aseguran que ellos quieren acabar con ella, es decir, que pretenden imponer a los demás sus «meras preferencias» morales.

Cuando lo de llamar a quienes tienen juicio moral «moralista» —o «neopuritanos», que también mola— no funciona, se pasa a la siguiente estrategia: sacar el comodín de la «moral judeocristiana». Antes hacían falta 7 u 8 tuits para que el comodín saliera; la media actual ha bajado a 3 o 4. Es como si el origen de los principios morales de uno —spoiler: judeocristiano es el origen de los principios morales de todos los occidentales, incluidos los relativistas y los liberales— arruinase todos sus juicios; y por eso se les conmina a callarse. Así es como la falta de argumentos y la pereza se alían para no debatir sobre lo que nos mejora y lo que nos empeora. En el fondo, quien llama moralista al que emite juicios morales es solo un caprichoso; alguien que quiere hacer de su capa un sayo y que sus actos, caiga quien caiga, se consideren morales.

Si hoy hay tanta gente que cree que afirmar que el juicio X es una tontería es lo mismo que llamar a quien lo ha dicho tonto es porque crece desbocado el narcisismo. De un lado, «si te metes con lo que hago te metes conmigo»; de otro, un mandato irrisorio de «tolerancia» que supone que «nadie ha de opinar de lo que hace nadie». Para empezar, quien sostiene tal cosa ya está opinando sobre lo que otros hacen. Y dos, esa supuesta «tolerancia» es solo otro llamamiento al aislacionismo que anula la sociedad, a que a nadie le importe lo que le pase a nadie; a negar que el prójimo exista. Este es también el final de la polis y el broche de oro para el proyecto consumista-nihilista en marcha: cada persona una isla, un ser humano del que pueda nutrirse Matrix.

Los liberales que van por ahí llamando moralistas a los demás debería dejar de releer La riqueza de las naciones de Adam Smith y empezar con su Teoría de los sentimientos morales. Resulta que uno de los grandes fundadores del liberalismo fue un filósofo moral, y de los buenos. Escribe en ese texto Smith sobre la importancia de tener principios —¿y qué son estos, sino valores morales que marcan nuestras acciones?—, diciendo que «ahí radica la diferencia más esencial entre una persona de principios y de honor y el individuo más indigno. La primera se adhiere, en todas las ocasiones, firme y resueltamente a sus máximas, y mantiene durante toda su vida un mismo tenor de conducta. El segundo procede de forma cambiante y accidental, según prevalezca el humor, la propensión o el interés». Esta es la paradoja de los peores liberales: su interés les impide tener principios, y por eso se revuelven histéricamente contra quienes por tenerlos los defienden. A estos los habría corrido Adam Smith hasta Glasgow a gorrazos.

Fuente: La gaceta de la Iberosfera

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