ENRIQUE GARCÍA-MÁIQUEZ,
Con frecuencia casi diaria vemos en las redes una situación parecida: la impotencia de la policía europea para detener a un maleante o a un alborotador. Esas escenas pueden producir una risa amarga en un primer momento, aunque, en mi caso, ni eso, sino indignación e indefensión. Impotencia, al final, siempre
Aunque es lo primero que se piensa, descorazonadamente, no tiene nada que ver con la fuerza física o la preparación. En realidad, hay medios técnicos de sobra para que las intervenciones policiales fuesen expeditivas y dignas. De hecho, de vez en cuando, sí que se ven intervenciones policiales firmes, como se han visto en Ferraz. Saber, sí saben, como era obvio. ¿Qué pasa entonces?
Dejaré fuera explicaciones conspiranoicas. La policía se encuentra en un triple desamparo. Cierta falta de recursos, de acuerdo. Pero, sobre todo, la preocupación de las consecuencias legales de cualquier acción que sobrepase unos límites cada vez más estrechos. Esos policías que vemos paralizados y torpeando ante un delincuente, torpean y se paralizan ante un sistema que les protege a ellos menos que a nadie.
El tercer desamparo es el más noble. En la actuación policial prima el principio de no hacer daño innecesario. Lo que parecen vacilaciones son, en muchos casos, oportunidades de una resolución no violenta que se ofrecen al violento. Nótese la paradoja, pero la paradoja es un avance civilizatorio, y así hay que reconocerlo.
Sin embargo, en los avances civilizatorios hay que tener muy en cuenta los avances posteriores de la civilización. El hecho de que hoy en día todo se grabe y se transmita hace que, en la balanza de las ventajas y los inconvenientes, esas actuaciones indecisas de las fuerzas y cuerpos de seguridad resulten cada vez dañinas.
¿Para el prestigio de la policía? Por supuesto. También para la sensación de seguridad de los ciudadanos y para la confianza en un sistema de libertades y derechos. Que existe una inquietud subconsciente se prueba en que, cuando se ve lo contrario: una actuación contundente, eficaz, rápida y limpia, la alegría mediática se hace inmediatamente viral.
La preocupación por la eficacia de la policía puede llegar a extremos contraproducentes, por supuesto. Cómo no recordar la anécdota biográfica de nuestro inolvidable Fernando Sánchez Dragó. En su juventud, envió, como era preceptivo para su publicación, el manuscrito de una novela a la censura franquista. Se lo devolvieron con una página furiosamente tachada con el célebre lápiz rojo. Fue a mirar. Era una persecución policial, en que el protagonista escapaba entre disparos de los agentes de la benemérita. El lápiz, con grandes signos de exclamación y en mayúsculas, clamaba: «¡La guardia civil española jamás falla un tiro!».
No hay que llegar a tanto: a veces se fallan tiros. Aunque me he reído mucho en el pasado con esta anécdota de Dragó, ahora entiendo mejor la preocupación de quien blandía aquel lápiz un tanto ridículo. Hay que velar por el respeto a los agentes de la autoridad.
Habría que pedir a los responsables de Interior que revisen con la responsabilidad que conllevan sus cargos los protocolos. Les aplaudo el propósito de hacer el menor daño posible. Pero hoy por hoy, tal y como están las cosas y las redes, hace mucho más daño la prudencia que se confunde con el temor, la timidez que parece tibieza, la prudencia que aparenta ser inoperancia. Cuando un maleante humilla a la policía nos humilla a todos y produce una peligrosa desafección democrática, que es expansiva. Se hace daño al bien común. Sin pasar por encima de los derechos básicos de nadie, hay mucho margen de mejora.