Rafael Bardají,
Estamos en días en lo que una gran mayoría expresan sus mejores deseos para el año entrante. Desgraciadamente, deseos y realidad son dos cosas bien distintas y la mayoría de lo que queremos nunca llega a cumplirse. Por eso, me temo, por mucho que deseemos que el 2023 sea mejor que el año que por fin se va, con toda probabilidad va a ser peor que este 2022.
Como su majestad Felipe VI apuntó en su discurso de Nochebuena, estamos inmersos en una guerra abierta en suelo europeo de implicaciones globales; sufrimos una de las peores crisis económicas conocidas recientemente, con posibilidades de cortes energéticos, inflación galopante, ruptura de los transportes, más paro y recesión. Aún peor, con unos gobiernos cuya única receta conocida es la de generar más deuda; también vivimos una crisis política de calado, con una polarización insalvable producto de las ideologías del odio e intolerantes con todo lo que no son las izquierdas; y nos amenaza una crisis institucional que en el caso español puede llevarse por delante la unidad nacional y la democracia, que no es poco.
Con un anticonstitucionalista en La Moncloa, dispuesto ya a todo, el futuro del Rey es más incierto que nunca
Su majestad el Rey fue certero en su diagnóstico, pero presa de sus propias circunstancias, no pudo o quiso ir un pelín más allá y señalar a los responsables de esta dramática y penosa situación en la que estamos. A saber, un Sánchez que se ha quitado la careta y ya se muestra abiertamente autoritario; un Podemos cuyos líderes se aferran a sus poltronas gastándose nuestro dinero en sus chorradas ideológicas; los independentistas catalanes ordeñando al Estado a la vez que profundizando en su desconexión; y los herederos de ETA echando leña al fuego. El Rey habló de la peligrosa erosión de las instituciones, no, lamentablemente, del asalto a las mismas por las fuerzas antiespañolas y antidemocráticas. Tal vez piense que cediéndole el paso al presidente del Gobierno socialcomunista esté salvando a la Corona, pero creo que es todo lo contrario. Con un anticonstitucionalista en La Moncloa, dispuesto ya a todo, su futuro es más incierto que nunca.
La única cosa buena que le podría suceder a España en 2023 es lograr echar a Sánchez del gobierno. Pero para eso se tendrían que cumplir dos premisas: la primera, que el propio Sánchez respetara las reglas del juego democrático, limpiamente; y, la segunda, que la oposición obtuviera suficientes votos y escaños para poder formar gobierno. De la primera no hay duda: ya conocemos que Sánchez es capaz de esconder urnas detrás de unas cortinas si con eso logra mantenerse en el poder. Lo hizo tan burdamente para hacerse con la secretaría general del PSOE, que acabó expulsado del comité ejecutivo (gran error no haberle echado del partido). Y en la actualidad cuenta con todos los instrumentos en su mano, incluido el control de la empresa encargada de velar por el recuento de nuestros votos, que ninguna fechoría puede descartarse de antemano.
De la segunda, la capacidad de la oposición para alimentar la ilusión del cambio y lograr una amplia mayoría, tengo mis serias dudas, sinceramente. Al PP, por ejemplo, el asalto al poder judicial por parte del Ejecutivo, le parece mal porque se permite, así, pasar de una mayoría conservadora a una progresista. Nada que ver con la despolitización, esto es, con la injerencia partidista en el nombramiento de los jueces. Poca renovación democrática por ese lado. Acostumbrados a los tejemanejes del bipartidismo, los populares son incapaces de ver la profundidad y extensión del ataque a los pilares de la democracia por parte de Sánchez y confían -o desean- que caiga como fruta madura en los siguientes comicios. Sólo habría que evitar meteduras de pata y esperar. De nuevo, los deseos no equivalen a estrategia y no siempre se cumplen. De momento el gobierno arrincona con críticas a Feijóo y acto seguido le roba la cartera, apropiándose de las medidas que la oposición reclamaba. Para finalmente lanzarse como locos a repartir la pedrea entre aquellos colectivos que son más susceptibles a ser manipulados y votar por quien les regala una paguita o un cheque.
Por su parte, los dirigentes de Vox creen que los vientos desfavorables tras las andaluzas, el caso Olona y alguna que otra metedura de pata, han acabado y que el partido se mueve viento en popa. Cuestiones como el anuncio paulatino de los distintos candidatos regionales y locales, así como iniciativas legales de dudosa eficacia (como la denuncia contra el gobierno por conspiración) mantiene al partido en los medios. Y es de esperar que el cerco mediático se reblandezca algo de cara a las regionales de mayo. Con todo, los medios, prácticamente al servicio del gobierno, es verdad, recogen algunas noticias sobre Vox, pero no menos verdad, se lanzan a descalificar a la formación de Abascal en cuanto pueden, con unas denuncias de incitación a la “violencia política” cuya única consecuencia solo puede ser servir de justificante al gobierno para ilegalizar a Vox cuando así lo quieran.
La izquierda española está echada al monte y de ella sólo cabe esperar Venezuela en lo institucional, Argentina en lo económico y China en lo político
Por último, harían bien tanto PP como Vox en ignorarse completamente porque cualquier otra cosa es aprovechada por los medios para sembrar la cizaña de la división en el único bloque constitucionalista que nos queda en España, arrojar dudas sobre su capacidad de gobernar y generar escepticismo sobre la posibilidad de cambio.
Lo demás es secundario porque todo depende de qué clase de gobernantes tenemos que aguantar. Las crisis económicas las capean mejor los gobiernos conservadores; ante las guerras, unos y otros se han mostrado igual de ineptos. Pero si algo debemos tener claro, es que la izquierda española está echada al monte y de ella sólo cabe esperar Venezuela en lo institucional, Argentina en lo económico y China en lo político. Si el gobierno consigue evitar una mayoría contraria a ese destino, no sólo el 23 será peor que el 22, sino que 2024 será mucho peor que el 23 que se nos viene encima.