Lo más sorprendente del debate político y económico sostenido en Occidente es la antigüedad y la vigencia de los planteamientos básicos. El reñidero, en realidad, ha cambiado muy poco. Cuatro siglos antes del nacimiento de Jesús, en La República y en Las leyes, Platón delineó los rasgos de las sociedades totalitarias, controladas por oligarquías, en las que la economía era dirigida por la cúpula, la autoridad descendía sobre unas masas a las que no se les pedía su consentimiento para ser gobernadas, y el objetivo de los esfuerzos colectivos era el fortalecimiento del Estado, entonces conocido como polis. No en balde Platón es el filósofo favorito de los pensadores partidarios del autoritarismo.
Frente a estos planteamientos, Aristóteles, su mejor discípulo y la persona que más ha influido en la historia intelectual de la humanidad, en su obra La Política y en pasajes de la Ética propuso lo contrario: un modelo de organización en el que la autoridad ascendía del pueblo a los gobernantes. La soberanía radicaba en las gentes. Los gobernantes se debían a ellas. Ahí estaba el embrión del pensamiento democrático. Pero había más: Aristóteles creía en la propiedad privada y en el derecho de las personas a disfrutar del producto de su trabajo. Y lo creía por razones bastante modernas: porque los bienes públicos generalmente resultaban maltratados. Los ciudadanos parecían ser mucho más cuidadosos con lo que les pertenecía. Se le antojaba, además, que las virtudes de la compasión y la caridad sólo podían ser ejercidas por quienes atesoraban ciertas riquezas, de manera que la propiedad privada facilitaba esos comportamientos generosos y sacaban lo mejor del alma humana.
Este preámbulo es para consignar que el liberalismo encuentra sus raíces más antiguas en estos aspectos del pensamiento de Aristóteles; en los estoicos que cien años más tarde defendieron la idea de que a las personas las protegían unos derechos naturales anteriores a la polis, es decir, al Estado; en los franciscanos que en Oxford, en el siglo XIII, para escándalo de la época, proclamaron que en las cosas de la ciencia se llegaba a la verdad mediante la razón, y no por los dogmas dictados por las autoridades religiosas; en Santo Tomás de Aquino, que sistematizó la intuición de los franciscanos y comenzó el complejo deslinde de lo que pertenecía a César y lo que pertenecía a Dios, esto es, inició el largo proceso de secularización de la sociedad, y, de paso, alabó el mercado y a los denostados comerciantes.
Pero no es ése el único santo que los liberales aclaman como uno de sus remotos patrones: fue San Bernardino de Siena, acusado por la Inquisición de propagar peligrosas novedades, quien explicó el concepto de lucro cesante y defendió el derecho de los prestamistas a cobrar intereses, rompiendo con ello siglos de incomprensión sobre la verdadera naturaleza de la usura. Los liberales también reclaman como suyos -lo hicieron enfáticamente los economistas de la escuela austriaca en el siglo XIX- los planteamientos a favor del mercado y el libre precio de la espléndida Escuela de Salamanca del siglo XVI, con figuras de la talla de Vitoria, Soto y el padre Mariana, fustigador este último no sólo de tiranos, sino también del excesivo gasto público que generaba inflación y empobrecía a las masas.
Finalmente, los liberales de hoy encuentran una filiación directa en el inglés John Locke, quien retoma el iusnaturalismo y formula persuasivamente su propuesta constitucionalista: el papel de las leyes no es imponer la voluntad de la mayoría sino proteger al individuo de los atropellos del Estado o de otros grupos; en Montesquieu, que analiza la importancia de la separación de poderes para impedir la tiranía; en los enciclopedistas que trataron de explicar el conocimiento a la luz de la razón; y en Adam Smith que analizó brillantemente el papel del mercado, la libertad económica y la especialización en la formación de capital y en el creciente desarrollo económico.
El liberalismo en nuestros días
Bien: concluimos este rápido recorrido por lo que pudiéramos llamar la protohistoria liberal. Grosso modo esas son las señas de identidad del liberalismo. Conviene, pues, acercarnos a nuestro aquí y ahora. Hagámoslo primero, muy someramente, en el terreno de la filiación política internacional.
En 1947, finalizada la Segunda Guerra mundial, en Oxford, Inglaterra, convocados por D. Salvador de Madariaga, una serie de prominentes políticos e intelectuales europeos suscribió un documento y creó la Internacional Liberal con el objeto de defender la libertad y el Estado de Derecho. Durante medio siglo el Manifiesto de Oxford fue el texto vinculante de los partidos que integraban la organización. Suscribir lo que ahí se decía era el santo y seña para formar parte del grupo. La premisa consistía en que el olvido de los valores liberales, esencialmente vigentes entre 1871 y 1914, había provocado las dos guerras mundiales del siglo XX. Por otra parte, los avances de los comunistas en Europa anunciaban el inicio de otro conflicto entre la libertad y el totalitarismo, de manera que resultaba vital vertebrar una línea defensiva que protegiera a la civilización occidental de los viejos fantasmas y de los nuevos peligros. En 1997, también en Oxford, a los cincuenta años del texto fundacional, desaparecida la URSS y desacreditado el marxismo leninismo tras la experiencia del socialismo real, los partidos de la IL. aprobaron otro manifiesto más extenso y acorde con los tiempos para definir lo que tenían en común las organizaciones adscritas a esta federación de partidos.
El esfuerzo original tuvo continuidad. Hoy la IL, que mantiene su sede en Londres, Inglaterra, está compuesta por unos setenta partidos políticos de todo el mundo, siendo los mayores los de Canadá y Brasil, mientras gobiernan o cogobiernan en una docena de países de Europa, América, Asia y África, con una notable presencia entre los países que abandonaron el comunismo tras la caída del Muro de Berlín.
Contorno del liberalismo
Veamos el perfil teórico de esta corriente ideológica. La primera observación que hay que hacer en relación al liberalismo tiene que ver con su imprecisión, su indefinición y lo elusivo de su naturaleza histórica. En realidad, nadie debe alarmarse porque el liberalismo tenga ese contorno tan esquivo. Probablemente ahí radica una de las mayores virtudes de esta corriente ideológica. El liberalismo no es una doctrina con un recetario unívoco, ni pretende haber descubierto leyes universales capaces de desentrañar o de ordenar con propiedad el comportamiento de los seres humanos. Es un cúmulo de ideas y no una ideología cerrada y excluyente.
El liberalismo, ya puestos a la tarea de su asedio, es un conjunto de creencias básicas, de valores y de actitudes organizadas en torno a la convicción de que a mayores cuotas de libertad individual se corresponden mayores índices de prosperidad y felicidad colectivas. De ahí la mayor virtud del liberalismo: ninguna novedad científica lo puede contradecir porque no establece verdades inmutables. Ningún fenómeno lo puede desterrar del campo de las ideas políticas, porque siempre será válida una gran porción de lo que el liberalismo ha defendido a lo largo de la historia.
El liberalismo es un modo de entender la naturaleza humana y una propuesta para conseguir que las personas alcancen el más alto nivel de prosperidad potencial que posean (de acuerdo con los valores, actitudes y conocimientos que tengan), junto al mayor grado de libertad posible, en el seno de una sociedad que ha reducido al mínimo los inevitables conflictos. Al mismo tiempo, el liberalismo descansa en dos actitudes vitales que conforman su talante: la tolerancia y la confianza en la fuerza de la razón.
Ideas básicas
El liberalismo se basa en varias premisas básicas, simples y claras: los liberales creen que el Estado ha sido concebido para el individuo y no a la inversa. Valoran el ejercicio de la libertad individual como algo intrínsecamente bueno y como una condición insustituible para lograr los mayores niveles de progreso. No aceptan, pues, que para alcanzar el desarrollo haya que sacrificar las libertades. Entre esas libertades -todas las consagradas en la Declaración Universal de Derechos del Hombre– la libertad de poseer bienes (el derecho a la propiedad privada) les parece fundamental, puesto que sin ella el individuo está perpetuamente a merced del Estado. Sostienen, incluso, que una de las razones por las que ninguna sociedad totalitaria ha sucumbido como consecuencia de una rebelión popular es por la falta de un espacio económico privado.
Por supuesto, los liberales también creen en la responsabilidad individual. No puede haber libertad sin responsabilidad. Los individuos son (o deben ser) responsables de sus actos, y deben tener en cuenta las consecuencias de sus decisiones y los derechos de los demás. Precisamente, para regular los derechos y deberes del individuo con relación a los demás, los liberales creen en el Estado de Derecho. Es decir, creen en una sociedad regulada por leyes neutrales que no le den ventaja a persona, partido o grupo alguno y que eviten enérgicamente los privilegios. Los liberales también defienden que la sociedad debe controlar estrechamente las actividades de los gobiernos y el funcionamiento de las instituciones del Estado.
Los liberales tienen ciertas ideas verificadas por la experiencia sobre cómo y por qué algunos pueblos alcanzan el mayor grado de eficiencia y desarrollo, o la mejor armonía social, pero la esencia de este modo de entender la política y la economía radica en no señalar de antemano hacia dónde queremos que marche la sociedad, sino en construir las instituciones adecuadas y liberar las fuerzas creativas de los grupos e individuos para que estos decidan espontáneamente el curso de la historia. Los liberales no tienen un plan para diseñar el destino de la sociedad. Incluso, les parece muy peligroso que otros tengan esos planes y se arroguen el derecho de decidir el camino que todos debemos seguir, como es propio de las ideologías.
En el terreno económico la idea de mayor calado es la que defiende el libre mercado en lugar de la planificación estatal. A fines del siglo XVIII, cuando argumentaba contra el mercantilismo, Adam Smith lo aclaró incontestablemente en La riqueza de las naciones. En 1924, poco después de la revolución bolchevique, entonces frente al marxismo, el pensador liberal austríaco Ludwig von Mises, en un libro denominado Socialismo, demostró cómo en las sociedades complejas no era posible planificar el desarrollo mediante el cálculo económico, señalando con toda precisión (en contra de las corrientes socialistas y populistas de la época) cómo cualquier intento de fijar artificialmente la cantidad de bienes y servicios que debían producirse, así como los precios que deberían tener, conduciría al desabastecimiento y a la pobreza. Von Mises demostró que el mercado (la libre concurrencia en las actividades económicas de millones de personas que toman constantemente millones de decisiones orientadas a satisfacer sus necesidades de la mejor manera posible), generaba un orden natural espontáneo infinitamente más armonioso y creador de riqueza que el orden artificial de quienes pretendían planificar y dirigir la actividad económica. Obviamente, de esas reflexiones y de la experiencia práctica se deriva que los liberales, en líneas generales, no crean en controles de precios y salarios, ni en los subsidios que privilegian una actividad económica en detrimento de las demás. Por el contrario: cuando las personas, actúan dentro de las reglas del juego, buscando su propio bienestar, suelen beneficiar al conjunto.
Otro gran economista, Joseph Schumpeter, austriaco de nacimiento y defensor del mercado, pero pesimista en cuanto al destino final de las sociedades liberales como consecuencia del reto de los comunistas -predicción que su muerte en 1950 no le permitió corregir-, demostró cómo no había estímulo más enérgico para la economía que la actividad incesante de los empresarios y capitanes de industria que seguían el impulso de sus propias urgencias sicológicas y emocionales. Los beneficios colectivos que se derivaban de la ambición personal eran muy superiores al hecho también indudable de que se producían diferencias en el grado de acumulación de riquezas entre los distintos miembros de una comunidad. Pero quizás quien mejor resumió esta situación fue uno de los líderes chinos de la era posmaoísta, cuando reconoció, melancólicamente, que por evitar que unos cuantos chinos anduvieran en Rolls Royce, condenaron a cientos de millones a desplazarse para siempre en bicicleta.
En esencia, el rol fundamental del Estado debe ser mantener el orden y garantizar que las leyes se cumplan, mientras se ayuda a los más necesitados para que estén en condiciones reales de competir. De ahí que la educación y la salud colectivas, especialmente para los miembros más jóvenes de la comunidad -una forma de incrementar el capital humano-, deben ser preocupaciones básicas del Estado liberal. En otras palabras: la igualdad que buscan los liberales no es la de que todos obtengan los mismos resultados, sino la de que todos tengan las mismas posibilidades de luchar por obtener los mejores resultados. Y en ese sentido una buena educación y una buena salud deben ser los puntos de partida para poder acceder a una vida mejor.
De la misma manera que los liberales tienen ciertas ideas sobre la economía, asimismo postulan una forma de entender el Estado. Por supuesto, los liberales son inequívocamente demócratas y creen en el gobierno de las mayorías, pero sólo dentro de un marco jurídico que respete los derechos inalienables de las minorías. Esto quiere decir que hay derechos naturales que no pueden ser enajenados por decisiones de las mayorías. Las mayorías, por ejemplo, no pueden decidir esclavizar a los negros, expulsar a los gitanos de una demarcación o concederles un poder omnímodo a los trabajadores manuales, los campesinos o los propietarios de tierra. La democracia, para que realmente lo sea, tiene que ser multipartidista y es preferible que esté organizada de acuerdo con el principio de la división de poderes, de manera que el balance de la autoridad impida que una institución del Estado acapare demasiada fuerza.
Aunque no es una condición indispensable, y reconociendo que la tradición latinoamericana, eminentemente presidencialista, es contraria a este análisis, los liberales prefieren el sistema parlamentario de gobierno, por cuanto suele reflejar mejor la variedad de la sociedad y es más flexible para generar cambios cuando se modifican los criterios de la opinión pública. Al mismo tiempo, los liberales son partidarios de la descentralización y de estimular la autoridad de los gobiernos locales. La hipótesis -generalmente confirmada por la práctica- es que resulta más fácil abordar y solucionar los problemas eficientemente cuando quienes los padecen supervisan, controlan y auditan a quienes están llamados a solucionarlos.
Por otra parte, el liberalismo contemporáneo cuenta con agudas reflexiones sobre cómo deben ser las constituciones. El Premio Nobel de Economía Frederick von Hayek, abogado además de economista, es autor de muy esclarecedores trabajos sobre este tema. Más recientemente, los también Premios Nobel de Economía Ronald Coase, Douglas North y Gary Becker han añadido valiosos estudios que explican la relación entre la ley, la propiedad intelectual, la existencia de instituciones sólidas y el desarrollo económico.
Los liberales creen que el gobierno debe ser reducido, porque la experiencia les ha enseñado que las burocracias estatales tienden a crecer parasitariamente, fomentan el clientelismo político, suelen abusar de los poderes que les confieren, y malgastan los recursos de la sociedad. La historia demuestra que a mayor Estado, mayor corrupción y dispendio. Pero el hecho de que un gobierno sea reducido no quiere decir que debe ser débil. Debe ser fuerte para hacer cumplir la ley, para mantener la paz y la concordia entre los ciudadanos, para proteger la nación de amenazas exteriores y para garantizar que todos los ciudadanos aptos dispongan de un mínimo de recursos que les permitan competir en la sociedad.
Los liberales piensan que, en la práctica, los gobiernos real y desgraciadamente no suelen representar los intereses de toda la sociedad, sino suelen privilegiar a los electores que los llevan al poder o a determinados grupos de presión. Los liberales, en cierta forma, sospechan de las intenciones de la clase política, y no se hacen demasiadas ilusiones con relación a la eficiencia de los gobiernos. De ahí que el liberalismo debe erigirse siempre en un permanente cuestionador de las tareas de los servidores públicos, y de ahí que no pueda evitar ver con cierto escepticismo esa función de redistribuidores de la renta, equiparadores de injusticias o motores de la economía que algunos les asignan.
Otro gran pensador liberal, el Premio Nobel de Economía James Buchanan, creador de la escuela de Public Choice, originada en su cátedra de la Universidad de Virginia, ha desarrollado una larga reflexión sobre este tema. En resumen, toda decisión del gobierno conlleva un costo perfectamente cuantificable, y los ciudadanos tienen el deber y el derecho de exigir que, en la medida de lo posible, el gasto público responda a los intereses de la sociedad y no a los de los partidos políticos.
Como regla general, los liberales prefieren que la oferta de bienes y servicios descanse en los esfuerzos de la sociedad civil y se canalice por vías privadas y no por medio de gobiernos derrochadores e incompetentes que no sufren las consecuencias de la frecuente irresponsabilidad de los burócratas o de los políticos electos menos cuidadosos. En última instancia, no hay ninguna razón especial que justifique que los gobiernos necesariamente se dediquen a tareas como las de transportar personas por las carreteras, limpiar las calles o vacunar contra el tifus. Todo eso hay que hacerlo bien y al menor costo posible, pero seguramente ese tipo de trabajo se desarrolla con mucha más eficiencia dentro del sector privado. Cuando los liberales defienden la primacía de la propiedad privada no lo hacen por codicia, sino por la convicción de que es infinitamente mejor para los individuos y para el conjunto de la sociedad.
Diferencias dentro de una misma familia democrática
El idioma inglés ha tomado la palabra liberal del castellano y le ha dado un significado distinto. En líneas generales puede decirse que en materia económica el liberalismo europeo o latinoamericano es bastante diferente del liberalismo norteamericano. Es decir, el liberal americano le suele quitar responsabilidades a los individuos y asignarlas al Estado. De ahí el concepto del estado benefactor o welfare que redistribuye por vía de las presiones fiscales las riquezas que genera la sociedad. Para los liberales latinoamericanos y europeos, como se ha dicho antes, ésa no es una función primordial del Estado, puesto que lo que suele conseguirse por esta vía no es un mayor grado de justicia social, sino unos niveles generalmente insoportables de corrupción, ineficiencia y derroche, lo que acaba por empobrecer al conjunto de la población.
Sin embargo, los liberales europeos y latinoamericanos sí coinciden en un grado bastante alto con los liberales norteamericanos en materia jurídica y en ciertos temas sociales. Para el liberal norteamericano, así como para los liberales de Europa y de América Latina, el respeto de las garantías individuales y la defensa del constitucionalismo son conquistas irrenunciables de la humanidad. Una organización como la American Civil Liberties Union, expresión clásica del liberalismo americano, también podría serlo de los liberales europeos o latinoamericanos.
¿En qué se diferencian las distintas corrientes democráticas contemporáneas? La socialdemocracia pone su acento en la búsqueda de una sociedad igualitaria, suele identificar los intereses del Estado con los de los sectores proletarios o asalariados, y usualmente propone medidas fiscales encaminadas a una hipotética «redistribución» de las riquezas. El liberalismo, en cambio, no es clasista, y coloca la búsqueda de la libertad individual en la cima de sus objetivos y valores, mientras rechaza las supuestas ventajas del estado-empresario, y sostiene que la presión fiscal destinada a la «redistribución de la riqueza» generalmente empobrece al conjunto de la sociedad, en la medida que entorpece la formación de capital.
Aunque en el análisis económico suele haber cierta coincidencia entre liberales y conservadores, ambas corrientes se separan en lo tocante a las libertades individuales y al papel del Estado. Para los conservadores lo más importante suele ser el orden. Los liberales están dispuestos a convivir con aquello que no les gusta, siempre capaces de tolerar respetuosamente los comportamientos sociales que se alejan de los criterios de las mayorías. Para los liberales la tolerancia es la clave de la convivencia, y la persuasión el elemento básico para el establecimiento de las jerarquías. Esa visión no siempre prevalece entre los conservadores. Un ejemplo claro de estas diferencias se daría en el espinoso asunto del consumo de drogas: mientras los conservadores intentarían combatirlo por la vía de la represión y la prohibición, los liberales -por lo menos una buena parte de ellos- opinan que la utilización de sustancias tóxicas por adultos -alcohol, cocaína, tabaco, marihuana, etc.- pertenece al ámbito de las decisiones personales, y a quienes las consumen no se les debe tratar como delincuentes, sino como adictos que deben ser atendidos por personal médico especializado en desintoxicación, siempre que libremente decidan tratar de abandonar sus hábitos.
Por otra parte, resulta frecuente la colusión entre empresarios mercantilistas conservadores y el poder político, fenómeno totalmente contrario a las creencias liberales. No es verdad, pues, que el liberalismo sea la corriente política que defiende los intereses de los empresarios: la mera convicción de que el Estado no debe proteger de la competencia a ningún grupo empresarial desmentiría este aserto: suelen ser los conservadores quienes cabildean para obtener protecciones arancelarias o ventajas que siempre son en perjuicio de otros sectores.
Aún cuando la democracia cristiana moderna no es confesional, entre sus premisas básicas está la de una cierta concepción trascendente de los seres humanos. Los liberales, en cambio, son totalmente laicos, y no entran a juzgar las creencias religiosas de las personas. Se puede ser liberal y creyente, liberal y agnóstico, o liberal y ateo. La religión, sencillamente, no pertenece al mundo de las disquisiciones liberales (por lo menos en nuestros días), aunque sí es esencial para el liberal respetar profundamente este aspecto de la naturaleza humana.
Por otra parte, los liberales no suelen compartir con la democracia cristiana (o por lo menos con alguna de las tendencias de ese signo) cierto dirigismo económico y la voluntad redistributiva generalmente reivindicada por el socialcristianismo. En América Latina esa vertiente populista/estatista de la democracia cristiana encarnó en gobiernos como los de Frei Montalva, Napoleón Duarte y -en cierta medida- Rafael Caldera, o en los sindicatos agrupados en la CLAT. Los liberales no creen que la propiedad privada sólo se justifica «en función social», como aparece en los papeles de la Doctrina Social de la Iglesia, y como confusamente repiten muchos socialcristianos sin precisar exactamente qué quieren decir con esa peligrosa frase, ambigua fórmula que puede abrir la puerta a cualquier género de atropellos contra los derechos de propiedad.
El neoliberalismo una invención de los neopopulistas
El liberalismo, qué duda cabe, está bajo ataque frecuente de las fuerzas políticas y sociales más dispares -basta ver los documentos del socialistoide Foro de Sao Paulo o ciertas declaraciones de las Conferencias Episcopales y de los provinciales de la Compañía de Jesús-, pero para los fines de tratar de desacreditarlo lo denominan neoliberalismo. Vale la pena examinar esta deliberada confusión.
En primer término, tal vez sea conveniente no asustarse con la palabra. En el terreno económico el liberalismo, en efecto, ha sido una escuela de pensamiento en constante evolución, de manera que hasta podría hablarse de un permanente “neoliberalismo”. Lo que se llama el “liberalismo clásico” de los padres fundadores -Smith, Malthus, Ricardo, Stuart Mill, todos ellos con matices diferenciadores que enriquecían las ideas básicas-, fue seguido por la tradición “neoclásica”, segmentada en diferentes “escuelas”: la de Lausana (Walras y Pareto); la Inglesa (Jevons y Marshall); y –especialmente- la Austriaca (Menger, Böhm-Bawerk, Von Mises o, posteriormente, Hayek). Asimismo, también sería razonable pensar en el “monetarismo” de Milton Friedman, en la visión sociológica o culturalista de Gary Becker, en el enfoque institucionalista de Douglas North o en el análisis de la fiscalidad de James Buchanan. Si hay, pues, un cuerpo intelectual vivo y pensante, es el de las ideas liberales en el campo económico, como pueden atestiguar una decena de premios Nobel en el último cuarto de siglo, siendo uno de los últimos Amartya Sen, un hindú que desmonta mejor que nadie la falacia de que el desarrollo económico requiere mano fuerte y actitudes autoritarias.
Sin embargo, en el sentido actual de la palabra, el “neoliberalismo”, en realidad, no existe. Se trata de una etiqueta negativa muy hábil, aunque falazmente construida. Es, en la acepción que hoy tiene la palabreja en América Latina, un término de batalla creado por los neopopulistas para descalificar sumariamente a sus enemigos políticos. ¿Quiénes son los neopopulistas? Son la izquierda y la derecha estatistas y adversarias del mercado. El neoliberalismo, pues, es una demagógica invención de los enemigos de la libertad económica –y a veces de la política–, representantes del trasnochado pensamiento estatista, con frecuencia llamado “revolucionario”, acuñada para poder desacreditar cómodamente a sus adversarios atribuyéndoles comportamientos canallescos, actitudes avariciosas y una total indiferencia ante la pobreza y el dolor ajenos. Tan ofensiva ha llegado a ser la palabra, y tan rentable en el terreno de las querellas políticas, que en la campaña electoral que en 1999 se llevó a cabo en Venezuela, el entonces candidato Chávez, hoy flamante presidente, acusó a sus contrincantes de “neoliberales”, y éstos, en lugar de llamarle “fascista” o “gorila” al militar golpista, epítetos que se ganara a pulso con su sangrienta intentona cuartelera de 1992, respondieron diciéndole que el neoliberal era él.
El origen de la palabra
En América Latina la batalla contra ese fantasmal “neoliberalismo” comenzó exactamente a principios de la década de los ochenta, cuando en la región se hundieron definitivamente los gastados paradigmas del viejo pensamiento político-económico forjado a lo largo de casi todo el siglo XX. El vocablo surgió en el momento en que estalló la crisis de la deuda externa, y cuando simultáneamente se padecía en distintos países varios procesos de hiperinflación causantes del notable retroceso del crecimiento económico que afectó a casi todo el Continente.
¿Qué había fallado? Nada más y nada menos que las ideas fundamentales sobre las que había descansado el discurso político latinoamericano desde la revolución mexicana de 1910, pero especialmente tras la Segunda Guerra mundial. Había quedado totalmente desacreditada la creencia transideológica -común a diferentes credos políticos, a veces hasta antagónicos- de que correspondía al Estado dirigir la economía, definir las prioridades del desarrollo y asignar los recursos. De golpe y porrazo se habían debilitado las más variadas (aunque a veces afines) propuestas ideológicas dominantes durante muchas décadas: el nacionalismo proteccionista de Juan Domingo Perón, de Getulio Vargas o de la CEPAL; la economía de la demanda artificialmente estimulada por los presupuestos del Estado en busca del empleo pleno, como recetaban los discípulos de Keynes; el socialismo castrense y dictatorial de Velasco Alvarado y Torrijos; el marxismo totalitario de Cuba y Nicaragua. El populismo, en suma, agonizaba, y la izquierda, súbitamente, se quedaba sin proyecto, totalmente incapaz de responder la pregunta clave que había gravitado sobre América Latina desde la fundación misma de las primeras repúblicas: cómo lograr que las naciones de nuestra cultura alcancen los niveles de prosperidad de los países de origen institucional europeo. O –dicho en otras palabras– cómo conseguir para los latinoamericanos un nivel de desarrollo similar al de Canadá o al de Estados Unidos, nuestros vecinos en el Nuevo Mundo, de manera que la mitad de nuestra gente logre abandonar la terrible miseria en la que vive.
No era posible recurrir a la “Teoría de la dependencia” para continuar explicando el subdesarrollo latinoamericano como consecuencia de una especie de malvado designio de un Primer Mundo empeñado en mantener a América Latina en una suerte de pobreza exportadora de materias primas. Las décadas de los setentas y ochentas habían visto el surgimiento de economías poderosas en las zonas tradicionalmente consideradas como “periféricas”. En la década de los cincuentas Corea o Taiwan eran considerablemente más pobres que México o Ecuador, relación que se había invertido ostensiblemente es los setenta y era casi sangrante en los ochentas. Pero había más: Estados Unidos y Canadá, corazón del capitalismo “central”, lejos de aherrojar a México para mantenerlo como una colonia económica, lo habían invitado a formar un “Tratado de libre Comercio” encaminado al enriquecimiento conjunto.
Tampoco se podía seguir predicando revoluciones socialistas, pues se conocía triste y perfectamente lo que había sucedido en Cuba y Nicaragua. No era posible prometer más reformas agrarias, nacionalizaciones de los recursos básicos o mágicas distribuciones de la renta. Carecía de sentido insistir plañideramente en la voracidad culpable del imperialismo, en la fatalidad sin solución de la “teoría de la dependencia” o en la supuesta inevitabilidad de la inflación explicada por los estructuralistas. Todo eso y mucho más se había ensayado sin ningún resultado halagador. Al comenzar el siglo los latinoamericanos teníamos, como promedio, el diez por ciento del per cápita de los estadounidenses; y al terminarlo, cien años después, tras decenas de revoluciones, constituciones, golpes de estado y asonadas militares, seguíamos teniendo el mismo diez por ciento, pero ahora el gap ya no sólo era cuantitativo. Entre nuestro mundo y el de ellos se había abierto una zanja difícilmente salvable en la que comparecían la carrera espacial, el genoma humano, las telecomunicaciones digitales, la investigación atómica y otra larga docena de complejos procesos científicos y técnicos muy alejados de nuestro alcance. Las diferencias, para usar la terminología marxista, se habían hecho “cualitativas”.
¿Cómo reaccionaron, en ese momento, los políticos latinoamericanos más racionales? Sencillamente, rectificaron el rumbo. Si el Estado había sido un pésimo gerente económico que perdía ingentes cantidades de dinero, lo sensato era transferir a la sociedad los activos colocados en el ámbito público para no continuar dilapidando los recursos comunes. Había que privatizar, pero ni siquiera por convicciones ideológicas, sino por razones prácticas: el Estado–propietario había quebrado. Si el gasto público había arruinado las arcas nacionales y comprometido el desarrollo, y si se había llegado al límite del endeudamiento, ¿cómo extrañarse de la necesidad de recortar las obligaciones del Estado? Si la burocracia había crecido parasitariamente, y con ella y en la misma proporción, había aumentado la ineficacia de la gestión de gobierno, ¿qué otra cosa podía recomendarse que no fuera una drástica limitación del sector público? Si el déficit fiscal se había convertido en un cáncer galopante, ¿cómo escapar a la necesidad de sostener presupuestos equilibrados? Si los controles de precios y salarios, practicados en distintos momentos en todos los países de nuestra esfera, habían demostrado su inutilidad, o -peor aún- su carácter contraproducente, empobrecedor y generador de toda clase de corrupciones, ¿cómo no defender la libertad de mercado? Si nuestras sociedades habían sufrido el flagelo implacable de la hiperinflación, con el empobrecimiento general que esto conlleva, ¿no era perfectamente lógico acudir a la austeridad monetaria, ya fuera mediante cajas de conversión “a la argentina” o mediante severas restricciones a las emisiones de moneda? Si finalmente, y a regañadientes, se aceptaban la necesidad de la propiedad privada y las ventajas de las inversiones extranjeras, era obvio que todo eso tenía que protegerse con instituciones de Derecho, mientras se auspiciaba una atmósfera jurídica muy alejada de la tradición revolucionaria latinoamericana. Si los ejemplos de los países que habían logrado desarrollarse -los “tigres”, la propia España- demostraban que la globalización no sólo era inevitable, sino, además, resultaba muy conveniente, ¿quién en sus cabales podía continuar insistiendo en la autarquía económica la excentricidad ideológica y el proteccionismo arancelario?
Eso era el tan cacareado, odiado y vilipendiado “neoliberalismo”. Era el ajuste inevitable como resultado del desbarajuste previo. Ni una sola de las llamadas medidas “neoliberales” fue el producto de dogmas teóricos ni de conversiones mágicas a un credo supuestamente derechista. Nadie se había caído del caballo de la CIA en el camino a Washington. Nada había de libresco en el bandazo político y económico que daba América Latina. Era el resultado de la experiencia. Las medidas no las dictaban la señora Thatcher o Mr. Reagan. Nadie en las cúpulas de gobierno había descubierto a Mises, a Hayek y al resto de la Escuela austríaca. Todo lo que se había hecho era volver de revés el fallido recetario tradicional de Alfonsín, Alan García, Fidel Castro, Daniel Ortega o el de las anteriores generaciones de la vasta familia populista: Perón, Lázaro Cárdenas, Getulio Vargas. En algún caso, como sucedió con el boliviano Paz Estenssoro, una misma persona fue capaz de desempeñar los dos papeles en su larga vida política: a mediados de siglo D. Víctor actuó como un revolucionario populista. Treinta años más tarde, guiado por la experiencia, modificó lo que había que cambiar y se movió en dirección opuesta. No era un oportunista, como dicen sus enemigos, sino todo lo contrario: un hombre inteligente capaz de mudar sus criterios a la luz de los resultados y a tenor de los tiempos. Fue lo mismo que sucedió con el “gran viraje “ de Carlos Andrés Pérez en Venezuela durante su segundo mandato a principios de la década de los noventa, o con el cambio de rumbo a que se vio obligado Rafael Caldera en los últimos años de su desafortunado gobierno, pese a tener un corazón perdidamente populista. Sencilla y llanamente: no había otra forma de gobernar.
Esta observación tiene cierto interés, porque los críticos del pretendido neoliberalismo suelen presentar el nuevo pensamiento político latinoamericano como el resultado de una oscura conspiración de la derecha ideológica, cuando sólo se trata de algunas medidas parcialmente puestas en práctica por políticos que provenían de distintas familias de la vieja tradición revolucionaria latinoamericana. Carlos Salinas de Gortari había sido amamantado por las leyendas del PRI. Gaviria era un liberal colombiano, lo que casi siempre quiere decir un “socialdemócrata”. Carlos Saúl Menem era un peronista de pura cepa, intimidantemente ortodoxo antes de llegar al poder. Pérez Balladares procedía del torrijismo más rancio y leal. Sólo en Chile puede hablarse de cierta carga ideológica, y también ahí los cambios en el terreno económico impuestos por Pinochet, respetados por los sucesivos jefes de Estado, no fueron tanto el resultado de las convicciones de los Chicago boys, como la consecuencia del fracaso del modelo dirigista, burocrático y antimercado iniciado por el conservador Alessandri, agravado por el socialcristiano Frei Montalva, y llevado hasta sus últimas y peores consecuencias por Salvador Allende, socialista. Es cierto que algunos economistas, como José Piñera, ejercieron su influencia sobre un general muy poco o nada instruido en el terreno de la economía, pero el más poderoso inductor de los cambios, el verdadero catalizador, fue la crisis total del anterior modelo.
El discurso moral
Esta ausencia de propuestas concretas e inteligibles por parte de una izquierda enmudecida por la realidad, al margen de la creación de etiquetas como “neoliberalismo”, se ha traducido en la elaboración de un discurso moral defensivo que hace las veces de doctrina sucedánea. Ya no es frecuente escuchar que la solución a nuestros males está en el marxismo o en cualquiera de las variantes socialistas. Eso hoy provoca risas o el bien ganado mote de “idiota latinoamericano”. Ahora lo que se hace es denunciar el nuevo pensamiento político latinoamericano –ése que se deriva de la fallida experiencia del viejo– calificándolo de exclusivista y de pretender ser “único”, como subrayan con frecuencia los enemigos de la libertad económica, como si las medidas encaminadas a reorganizar nuestras vapuleadas sociedades fueran una especie de consigna goebeliana o de doctrina totalitaria.
Al mismo tiempo, los adversarios de los nuevos paradigmas, muy en su papel de catones del Tercer Mundo, llenos de santa indignación, les atribuyen a los “neoliberales” una total falta de compasión con los humildes, reflejada en el recorte de los míticos “gastos sociales”. Pero no explican, por supuesto, por qué cuando estaban vigentes las viejas ideas estatistas -y entre ellas el abultado “gasto social”- se mantenían y hasta aumentaba el número de los desposeídos, mientras se ampliaba el déficit presupuestario y el endeudamiento del Estado. Tampoco se molestan en aclarar esa pregunta ordinaria y burguesa de quienes pretenden averiguar dónde están o de dónde saldrán los excedentes para sufragar el consabido gasto social. Dónde está el dinero, quién va a abonarlo y qué resultado tiene para el conjunto de la sociedad ese o cualquier otro esfuerzo realizado con el erario público. También -y esto es acaso más importante- los defensores de las virtudes del gasto social probablemente no se han percatado de que el objetivo que debe perseguir toda sociedad sana es tener la menor cantidad posible de gasto social como consecuencia de que las personas y las familias sean capaces de ganar decentemente su propio sustento sin tener que recurrir a la solidaridad colectiva o la compasión de ciertos grupos piadosos. Incluso, hasta es posible formular una regla general que establezca que la calidad de un sistema político y económico se mide en función inversa a la cantidad de gasto social que la sociedad requiere para subsistir razonablemente. A más gasto social, más inadecuado resulta el sistema. A menor gasto social requerido, más flexible y exitoso es ese modelo que permite y estimula la creación de riquezas y la responsabilidad de los individuos.
Otra crítica moral, disfrazada de razonamiento técnico, es la que descalifica al mercado por sus innatas imperfecciones y porque supuestamente polariza la riqueza: el mercado, afirman los neopopulistas, hace a los ricos más ricos y a los pobres más pobres. En buena ley, quienes esto advierten no comprenden el mercado. Si por imperfección se entiende que ocurren periodos de crecimiento y periodos de contracción, por supuesto que es cierto, pero eso sólo prueba que el mercado es una dimensión cambiante, proteica, en la que millones de agentes, cada uno de ellos cargado de expectativas, van transformando la realidad económica. Tal vez no haya ciclos cortos y largos, como creía haber descubierto Kondratiev, pero no hay duda de que cada cierto tiempo se producen ajustes, correcciones y hasta enérgicas crisis. Por supuesto que el mercado no es perfecto en el sentido de cerrarles la puerta a los fracasos o de poder asegurar el enriquecimiento progresivo y permanente de todos. Claro que hay perdedores y ganadores, en muchos casos como consecuencia de la imaginación y la capacidad para innovar de agentes económicos más creativos y mejor organizados, pero eso no invalida al mercado. Pese a ello, sigue siendo el más eficaz modo de asignar recursos, deducir precios y formular transacciones. Más aún: esa ruina que algunos padecen en el mercado, o la fortuna que acompaña a otros, como señalara el mencionado Schumpeter hace ya muchas décadas, es un proceso de “destrucción creativa” que va perfeccionando los bienes y servicios que se le brindan al consumidor. Es en el mercado donde la humanidad progresa. Es ahí donde se llevan a cabo las más formidables revoluciones. Donde no hay competencia, naturalmente, nadie quiebra, pero la sociedad se estanca. En Alemania oriental ninguna empresa corría peligro y, por ende, ningún trabajador temía por su empleo siempre y cuando obedeciera bovinamente las instrucciones del Partido, pero era en la Alemania Occidental donde el nivel de vida y el confort alcanzaban las cotas más altas. Y tampoco es cierto que el mercado polariza las riquezas: mientras más abierto y libre, mientras con mayor facilidad puedan participar los agentes económicos, más posibilidades tienen los más pobres de conseguir crear y acumular riquezas. En Chile -por ejemplo- en los últimos siete años los niveles de pobreza han descendido del 46% de la población al 22%. En Taiwan sólo un 10% de la población puede calificarse como extremadamente pobre. En 1948 el 90% era miserable.
En todo caso, tras esa denuncia de “polarización” de los recursos que los neopopulistas lanzan contra los pretendidos neoliberales, se esconde una amarga censura moral contra el éxito económico. No es la pobreza de muchos lo que horroriza a los neopopulistas sino la riqueza de algunos. Los hiere que en pocos años alguien como Bill Gates acumule la mayor fortuna del planeta, pero no se percatan de que no es una riqueza arrebatada a otros sino creada para su propio lucro y para el de millones de personas que de una u otra forma se han beneficiado del asombroso crecimiento de su compañía o de los productos puestos a disposición del mercado.
Por otra parte, ninguno de estos críticos de la economía de mercado jamás ha atacado a los sistemas fabricantes de miseria. Lo malo –para ellos– no es que el socialismo africano arruinara aún más a países como Tanzania, Mozambique, Angola o Etiopía, modelo al que no es “políticamente correcto” atacar. A los socialistas africanos no los juzgan por sus resultados sino por sus justicieras intenciones. Los neopopulistas no encuentran nada censurable en que el socialismo islámico empobreciera hasta la vergüenza a los argelinos, a los egipcios o a los tunecinos, empeorando sensiblemente la herencia colonial dejada por Europa. No se quejan nunca de esa implacable fábrica de mediocridad y estancamiento que fue el socialismo hindú durante el largo periodo de estatismo y burocracia que siguió a la creación de la India independiente. En Cuba, lo que invariablemente subrayan del desastre económico, producido sin duda por el modelo soviético minuciosamente calcado por Castro, es el embargo norteamericano, como si las restricciones al comercio entre los dos países, y no el disparate marxista, fueran responsables de lo que allí acontece. Lo que a los neopopulistas les mortifica es que en algunas sociedades ciertos segmentos de la población consigan atesorar riquezas. Esa es la crítica de fondo que les hacen a los liberales Reagan o Thatcher. No importa la evidencia del resurgimiento de Inglaterra o que en los últimos veinte años la economía norteamericana -todavía bajo la influencia reaganiana pese a los años de gobierno demócrata- haya creado decenas de millones de puestos de trabajo en beneficio también de los más necesitados. Para los neopopulistas el sistema europeo es moralmente superior, aunque la tasa de desocupados duplique a la de Estados Unidos. Donde el desempeño económico de todos es mediocre, no hay nada que objetar. Donde algunos consiguen enriquecerse en medio de sociedades en las que todos o casi todos logran prosperar, se producen los más feroces y descalificadores ataques. La virtud, aparentemente, está en el igualitarismo. Los neopopulistas siguen pensando que lo bueno y lo justo es que todas las personas posean los mismos bienes y disfruten de los mismos servicios, independientemente del talento que posean, de los esfuerzos que realicen o de la suerte que el azar les depare.
Otro tanto ocurre con la revitalización del individualismo. Para los neopopulistas el neoliberalismo ha traído aparejado un aumento repugnante de la codicia personal y una correspondiente disminución del espíritu solidario. Donde los liberales defienden la necesidad de Estados, instituciones y leyes neutrales, convencidos por la experiencia de que lo contrario conduce al clientelismo y la corrupción, los neopopulistas creen ver una absoluta falta de compasión a la que inmediatamente oponen el comunitarismo o cualquier otra variante vegetariana e inocua del socialismo. Donde los liberales hacen un llamado a la recuperación de la responsabilidad individual, exonerando a la sociedad de la improbable tarea de procurarnos la felicidad, los neopopulistas perciben rasgos de insolidaridad.
En rigor, lo que ha ocurrido es, a un tiempo, fascinante y sorprendente: los neopopulistas, que partieron de un análisis materialista, al perder la argumentación que poseían, se han apoderado del lenguaje religioso, renunciando al examen de la realidad. Ya no tienen en cuenta los hechos sino sólo las motivaciones. Han asumido un discurso teológico de culpas y pecados, en el que se valoran las virtudes del espíritu y se rechazan las flaquezas de la carne. Tener es malo. Luchar por sobresalir es condenable. Lo bueno es la piedad, la conmiseración, el apacible amor por el prójimo. Y nada de eso puede encontrarse en la “selva” del mercado, donde las personas luchan con dientes y uñas para aniquilar a los competidores. Ellos, en cambio, los neopopulistas, representan a los pobres, son los intermediarios de la famélica legión ante el mundo y los únicos capaces de definir el bien común. Ellos irán al cielo. Los neoliberales al infierno. En cierta forma se puede hablar de un debate posmoderno. Los neopopulistas han renunciado a la racionalidad. Les resultaba demasiado incómoda.
Fuente: El Blog de Montaner