Los cubanos se mueren y Miguel Díaz-Canel baila en la Universidad de La Habana rodeado de un grupillo de simpatizantes que desprestigian la orgullosa institución que una vez vibró con el liderazgo de José Antonio Hecheverría. Díaz-Canel celebra con brincos la agresividad del coronavirus que se está ocupando del exterminio sistemático de la población cubana para no tener que delegar esa tarea a los cuerpos represivos, que también han hecho lo suyo, pero no sin levantar un fuerte repudio dentro y fuera de la Isla.
La pandemia se lo ha puesto fácil, no solo porque cada cubano muerto alivia el gasto público, también porque el dolor de las pérdidas ha puesto una frágil pausa al ímpetu social que se transformó en rebelión el pasado 11 de julio. La gente anda de luto, acuciada por la falta de alimentos y medicinas, con miedo a caer en un hospital y aturdida por el desastre en que se ha convertido el país que lo tenía todo bajo control; el que envía médicos a todos los rincones del planeta; el de los 100 millones de dosis de Soberana 02; el del candidato vacunal con una eficacia del 92.28%; el que se ha vanagloriado, en fin, de ser una potencia médica.
Díaz-Canel baila y las imágenes de su pachanga llegan a cada hogar a través del noticiero, para callarles la boca a los que aún creían que la actual catástrofe no es culpa suya; los que creyeron que eso de “la orden de combate está dada” era solo una expresión, que en realidad él no quería que la gente saliera a matarse en las calles. Todavía quedaban unos pocos convencidos de que Díaz-Canel actuaba bajo presión, hasta que lo vieron saltando con el puño en alto en la Plaza Cadenas el mismo día que el Ministerio de Salud Pública (MINSAP) reportó 8 399 nuevos casos de coronavirus y 93 fallecidos.
Bajo presión puede firmarse un Decreto, pero no celebrar sin tacto ni mesura ante los ojos de un país donde los presos, enfermos y muertos están a la orden del día. No se habla de otra cosa. La carne rusa y el módulo gratuito añaden otra burla a un pueblo que ni siquiera puede desayunar con un trozo de pan decente. En las colas nadie se felicita por recibir esas baratijas. El desagrado de los cubanos hacia el régimen no ha disminuido una onza y Díaz-Canel es, por mucho, más odiado que Raúl Castro.
Pero ni él ni los verdaderos dueños de Cuba se irán por las buenas. El pueblo les dice que se vayan y se lleven su cochino dinero; pero no funciona así. Los Castro, los López-Calleja y otras familias llevan 62 años viviendo cómodamente de la renta de un país, decidiendo a quién y en cuantos millones venden las parcelas, disponiendo de todos los recursos sin fiscalización ni transparencia. Han acumulado fortunas a costa de desangrar la nación, y esa huida que muchos anhelan, otros no la aceptarán porque implicaría renunciar a la justicia. Desde Raúl Castro y Díaz-Canel hasta el último cuadro del Partido Comunista, Cuba está administrada por delincuentes de cuello blanco o camisas a cuadros que no merecen una salida fácil, al estilo “recoge tu plata y lárgate”.
Ellos lo saben y tratan de ganar tiempo aprovechando la incapacidad política de Díaz-Canel. Mientras el aspirante a Ceaucescu conquista el odio de la nación, los cabilderos de la dictadura mueven sus influencias en el exterior; sobre todo en Washington para lograr el mejor acuerdo posible con la Casa Blanca, que no obstante haberse mostrado hasta ahora indiferente y morosa, al menos no ha sido agresiva. Con eso se puede trabajar. No será la primera vez que Estados Unidos y el castrismo se entiendan en el más absoluto secreto.
Fuente: Diario las Américas