Otros poseen y dominan los espacios de la Venezuela que fue, pero por pedazos y como enclaves precarios, emulando a los encomenderos de nuestro siglo XVI, ahora doctrineros iraníes, rusos, cubanos, chinos; al punto que se puede sostener, sin yerro, que ningún amago de partido o “grupo” organizado a través de un WhatsApp, ni siquiera los actores o dirigentes al detal con los que mal cuenta la nación que se nos ha esfumado, es capaz de expresar o ejercer hoy la idea de la soberanía política, proyección de aquella.
No por azar dice el Episcopado, con propiedad y oportuna lucidez, luego de un vuelo rasante por nuestro pasado de emancipación e independencia, puntualizando sobre un momento en el que nos volvemos espadas como Carabobo, que “los oscuros nubarrones que se ciernen sobre el país y las consecuencias de malas prácticas políticas”, plantean la urgente necesidad de «refundar la Nación».
Ello urge y es tarea para liderazgos –así, en plural, y para escapar a la rémora nuestra del mesianismo, del cesarismo– que alcancen a mirar al bosque sin golpearse con los árboles, con la paciencia mística de los jardineros: “En el árido paisaje de Grecia, los jardines eran tesoros que se transmitían de generación en generación, en estas parcelas verdes fue probablemente el origen de la primera asociación entre el verdor y el concepto de la divinidad”, escribe José Elías Bonells.
La metáfora del jardín, como expresión de una idea hasta ahora oculta, no solo estética, desentrañable, que alude a lo paradisíaco, a lo armonioso, al recuerdo de la pérdida de la relación entre el hombre y la naturaleza, es la apropiada para el propósito que nos espera. Es la vuelta hacia atrás, hacia el instante del mito, para usarlo como astrolabio y luego dejarlo, a fin de alcanzar la utopía realizable. En nuestro caso, en el de los venezolanos, es volver a ser nación y juntar nuestras fragmentadas perspectivas, para marchar juntos hacia otra promesa.
La diáspora hacia adentro, la de los venezolanos que se dan al nomadismo social y político como en nuestros días aurorales, choca, efectivamente, con los árboles. No es capaz de imaginar el bosque. Su visión o cosmovisión se reduce a sobrevivir, sin tiempo para la memoria y con ella sostenerse en el tiempo, en procura de otra realidad menos ominosa. Mientras que, la diáspora hacia afuera, que sufre el ostracismo y hubo de romper lazos con el lar de sus afectos, mira el bosque, las causas profundas de lo padecido, para no perder sus raíces u olvidarlas.
La aproximación entre esas perspectivas, lo creo a pie juntillas, es labor de orfebrería y una condición para restablecer el sentido de nación, que contiene a lo patrio: ¡Oh, patria mía tan hermosa y perdida! ¡Oh recuerdo tan grato y fatal!, reza el coro del Nabucco, como en los Salmos.
La refundación, alega la Conferencia Episcopal, dados los oscuros nubarrones que se ciernen sobre el país y “las consecuencias de malas prácticas políticas” ha de basarse “en los principios que constituyen la nacionalidad”; sin poner la mirada atrás con nostalgia, seguros, eso sí, de que “la herencia recibida”, el patrimonio intelectual de nuestros mayores y Padres fundadores, “nos permite seguir adelante” y reconstruir, una vez más.
Es tarea política y de visión larga, no diletante. Concierne al bien de todos, pero no es partidista ni de servicio a ideologías. Apunta al restablecimiento de lo común y cultural de los venezolanos, por sobre el caleidoscopio de nuestros enconos, de nuestras patadas históricas, de nuestra cabal indigencia frente a la solemnidad del cósmico mestizaje –plagio a Vasconcelos– que nos hace presa, y que aún sobrevive entre nosotros, superando las oscuranas de la barbarie.
Se trata de unir, bajo el “dolor de la patria”. Así lo hacen Rómulo Gallegos y sus compañeros de hornada desde La Alborada. Este, en Canaima, nos brinda la clave para la tarea pendiente, muy próxima a la descripción metafórica de Ortega y Gasett: “¡Árboles! ¡Árboles! He aquí la selva fascinante… el mundo abismal donde reposan las claves milenarias. La selva antihumana. Quienes trasponen sus lindes ya empieza a ser algo más o algo menos que hombres”. Entre tanto, cabe no distraerse en quienes reducen su hacer a la tala o el apeo dejando arideces al paso, sin reforestar para las generaciones futuras. Reconstruir es asunto de jardineros.
Fuente: Diario las Américas