Tras nueve años sufriendo un desplome abismal, la economía venezolana parece haber dejado de caer. Y aunque el país se encuentra muy lejos de haber recuperado siquiera los niveles previos al larguísimo ciclo hiperinflacionario 2017-2021, la máquina de propaganda del chavismo se ha apresurado a posicionar una matriz de opinión según la cual “Venezuela se arregló”.
Para ello, los propagandistas del régimen venezolano intentan magnificar una cierta dinámica comercial que, en realidad, sólo se circunscribe a un pequeño sector privilegiado de la sociedad venezolana, ubicado principalmente en Caracas. Dicha dinámica ha emergido luego de que el fracaso rotundo del modelo económico chavista le obligara a Maduro y compañía a flexibilizar algunos de sus controles, a desaplicar ciertas leyes —sin derogarlas— y a permitir el uso de la divisa estadounidense como medio de pago.
Con la finalidad de obtener algo de dinero en medio de una economía destruida, se desarrollan ahora algunas devoluciones de activos confiscados o expropiados, aunque sin que el Estado pague compensación alguna por el daño causado a sus legítimos propietarios. Se anuncia también, por ejemplo, la colocación en el mercado bursátil del 10% del paquete accionario de la estatal telefónica (CANTV), mientras se percibe una nueva actitud en ciertos niveles operativos de la burocracia pública frente al mundo productivo.
Pero estas políticas en apariencia liberalizadoras sobrevienen sin que medie el necesario rescate de la institucionalidad democrática, y sin que existan la transparencia y garantías imprescindibles para generar la confianza del ciudadano en general y de los actores económicos en particular. Sin democracia, institucionalidad ni transparencia, todo lo anterior se queda en un simple espejismo que resulta absolutamente insuficiente para el verdadero rescate del país.
Si la economía venezolana no ha terminado de hundirse por completo durante la última década, y si aún se vislumbra algún fundamento para la esperanza, la razón no radica en las políticas del régimen chavista, sino más bien en el esfuerzo de empresarios responsables que han logrado resistir el fuerte embate propinado por el Estado durante más de 20 años, así como también en el empeño de las nuevas generaciones de afrontar la adversidad con innovación y creatividad.
La realidad es que el Estado venezolano, de la mano del proyecto socialista del chavismo, renunció a su deber de salvaguardar el estado de derecho y el buen funcionamiento de los servicios públicos para dedicarse en su lugar a hostigar y expropiar al sector privado. Y hoy más que nunca, tras los catastróficos resultados obtenidos por dicho modelo, los venezolanos están convencidos de que el esfuerzo individual es la única forma de salir adelante y de procurar el bienestar de sus familias. Hoy más que nunca se constata un aprendizaje social profundo por el que un masivo apoyo popular a la libertad del mercado se impone sobre las promesas de esa prédica socialista que, en realidad, ha prevalecido no sólo con el chavismo, sino durante todo el último siglo.
Precisamente por eso no cabe afirmar en estos momentos que “Venezuela se arregló”: porque lo que existe en la Venezuela de hoy aún dista mucho de ser una economía de libre mercado, y porque no debemos tomar por tal lo que actualmente se viene desarrollando en el país. Sin estado de derecho, sin imperio de la ley, sin división de poderes y sin régimen de libertades no existen ciudadanos libres, y sin ciudadanos libres no hay economía libre ni prosperidad para todos.
La afirmación de que “Venezuela se arregló” no resiste el más simple de los análisis. En las condiciones actuales, ¿qué garantía tiene un inversionista honesto de que el Estado venezolano no volverá a confiscarle su inversión cuando le apetezca hacerlo? ¿Cuáles son las garantías de transparencia y competencia que se ofrecen en la privatización de activos que hoy en día pertenecen a todos los venezolanos? ¿Quién aceptaría invertir como socio minoritario en una empresa pública que todavía registra resultados negativos y que no ha realizado aún ninguna transformación operativa? ¿Cuáles son los plazos y montos de rentabilidad necesarios para compensar el alto riesgo de una inversión privada en medio de un entorno de negocios en el que el estado de derecho brilla por su ausencia?
Y mientras esas son las preguntas que se haría todo potencial inversor, la gran mayoría de los venezolanos permanece sumida en la más extrema pobreza y exclusión, privada de los más elementales servicios básicos —agua, electricidad, transporte, gas, combustible, telefonía, internet— como consecuencia de la falta de inversión y mantenimiento que se ha acumulado a lo largo de dos décadas. Ni hablar de lo que ocurre con la salud y la educación: la desinversión progresiva, el sectarismo político y la emigración masiva de profesionales de ambos ramos han condenado a estos dos sectores a una parálisis brutal.
En definitiva, en Venezuela no están dadas las condiciones para que los resultados de ningún crecimiento económico que eventualmente pudiera producirse beneficien a toda la población. El malestar que se sigue registrando en todos los sondeos de opinión con respecto a la situación del país y al desempeño de los políticos en general está, por ende, más que justificado.
Frente a este terrible panorama, lo más curioso de todo es que aún exista quien pretende negar que este malestar general es resultado directo del Modelo del Socialismo del Siglo XXI, achacándolo más bien a una “mala implementación” del modelo socialista, a la corrupción, a las sanciones foráneas o, incluso, al carácter supuestamente “neoliberal” que le imputan a las políticas actuales del Estado venezolano. Cualquier argumento es factible para que estos irredentos enamorados del socialismo eviten reconocer y responsabilizarse de los resultados a los que siempre terminan conduciendo sus políticas.
La realidad deja poco espacio para las dudas y nos muestra hasta qué punto la debacle de Venezuela es consecuencia directa de la concentración del poder en un Estado manejado por un gobierno socialista, dedicado a forjar un sistema de incentivos perversos y a nutrir la consolidación de grupos conniventes, en un proceso que la bibliografía especializada en inglés designa como Cronyism. Así, lo que hoy vemos en Venezuela es un Crony Socialism (“Socialismo connivente”; “Socialismo de amigotes”), una realidad que, por cierto, suele constatarse con cierta frecuencia y en cualquier latitud tras el agotamiento de los “socialismos reales”.
En tales casos se constata que el agotamiento económico sobreviene como consecuencia del aplastamiento de la sociedad civil y de la concentración de poder en el Estado, con lo cual, tras evaporarse el encanto de la ideología e imponerse la necesidad de recuperar las economías, las oportunidades son perfectas para que las lógicas mafiosas implementen “privatizaciones” o “aperturas económicas” que simulan ser “políticas liberalizadoras”. No obstante, la total ausencia de una institucionalidad liberal impide llamar “liberalización” a lo que no es más que un vulgar y muy opaco traspaso de activos, desde un Estado envilecido hacia grupos de particulares que previamente se dedicaron a acaparar el máximo poder mediante discursos y prácticas socialistas. ¡Nada más lejos de una verdadera política liberal!
No. Venezuela no se arregló, y ni siquiera se está arreglando. Por ahora, y mientras no haya verdadera libertad y democracia, lo único que veremos es más transacciones, más dinero en la calle y mucho, mucho lavado. En medio de una gran opacidad veremos traspasarse algunos activos públicos a manos privadas, sin que podamos saber exactamente de quiénes. Unos pocos harán gala de un extraordinario nivel de vida, mientras el 90 y tanto por cierto de la población seguirá careciendo de servicios básicos regulares.
Ojalá que, como mínimo y por ahora, la experiencia del Crony Socialism venezolano sirva para que muchos en Occidente puedan advertir cómo, y en qué medida, una nación puede ser destruida cuando se ve sistemática y deliberadamente desprovista de libertad individual, de un robusto estado de derecho y de los debidos contrapesos que la sociedad civil debe ejercer sobre el Estado.
Fuente: Diario Las Américas