Desde los albores de su vida independiente, Estados Unidos fijó su atención en América Latina como espacio natural de proyección e influencia. De acuerdo a Brian Loveman: “En 1786 Thomas Jefferson se preocupaba de que España resultase demasiado débil para preservar sus colonias hasta que ‘nuestra población resulte lo suficientemente avanzada para absorberlas una por una’ (…) Seis años más tarde Alexander Hamilton aconsejaba: ‘Junto a protegernos frente a posibles invasiones, debemos mirar hacia la posesión de Florida y Luisiana y, desde luego, posar nuestra mirada sobre América del Sur’” (“U.S. Foreign Policy towards Latin America in the 19th Century”, Oxford Research Encyclopaedia of Latin American History, July 2016). Desde entonces y hasta finales del siglo XX, Washington enfatizó por todos los medios a su alcance su condición hegemónica dentro del hemisferio, moviéndose y expandiéndose a su antojo dentro de este.
Incomprensible, de cara a la historia previa, a comienzos de milenio Estados Unidos observó pasivamente como China saltaba la cerca de su patio trasero para posicionarse a sus anchas dentro de él. Sin represalias o quejas abiertas, Washington se cruzó de brazos mientras China llegaba a convertirse en el primer socio comercial de América del Sur y el segundo del resto de la región, así como una vital fuente de financiamiento para ésta. Más significativo aún, el relanzamiento económico latinoamericano traído por el comercio chino y su apetito por las materias primas, se tradujo en un margen inédito de maniobra política para sus países. Sobre esta base pudo sustentarse el fuerte viraje hacia la izquierda evidenciado por la región, el cual puso fin a la expansión de los acuerdos de libre comercio liderados por Washington. Ahora, China se prepara a integrar a América Latina dentro de la esfera de infraestructuras y conectividad de su “Ruta y el Camino”.
Dos razones pudiesen explicar la pasividad estadounidense frente a la arremetida china. La primera, el que su atención se hubiese volcado hacia la lucha contra el terrorismo. La segunda, el impacto traído por la globalización sobre las más diversas áreas de las relaciones internacionales. De ambas la última luce cómo la más plausible, pues desde los tiempos de la Primera Guerra Mundial no faltaron temas que condujesen a que la atención prioritaria de Washington se dirigiese hacia otras latitudes. La fuerza expansiva de la globalización, en tiempos en que aquella encontraba su mayor sustento en “Chimérica” (la estrecha complementariedad económica entre China y Estados Unidos), se presenta pues como la causa más probable de esta pasividad.
Sin embargo, la idea de “Chimérica” ha sido sustituida por el emerger de una Guerra Fría entre ambos países, al tiempo que la globalización se opaca ante la consolidación de una era de rivalidad mayor entre las superpotencias. Ello no sólo comienza a aparejar un desacoplamiento de esferas económicas, con Estados Unidos y China empujando en distintas direcciones, sino que está propiciando el regreso a Estados Unidos de los procesos fabriles que fueron externalizados a Asia del Este. Ello exigirá pensar de nuevo en los reservorios de materias primas disponibles. En lo sucesivo, Washington y Pekín no sólo competirán por el predominio militar, geopolítico y tecnológico, sino por el control de mercados, espacios para la implantación de sus tecnologías y fuentes de materias primas.
¿Podrá Washington seguir resultando pasivo frente a la penetración y expansión de China en su propio hemisferio? ¿Estará dispuesto Washington a permitir que América Latina se integre a una esfera de interconectividad que tiene su epicentro en Pekín? ¿Permitirá que la región se vuelque hacia las tecnologías y las corporaciones chinas y que sus reservorios de materia primas sigan coadyuvando al crecimiento económico de ese país? Cierto que hace cuatro años Trump se negó a asistir a la Cumbre de las Américas, dando con ello muestra palpable de su menosprecio hacia América Latina. Desde entonces cabría añadir no sólo los tiempos han cambiado, sino que Trump mostró igual displicencia hacia Europa y la OTAN. No obstante, a pesar del excedente doméstico en vacunas contra el Covid-19, la administración Biden dejó que China y Rusia le tomaran la delantera en la región, pareciendo dejar de manifiesto la baja prioridad que asignaban a ésta. Resultaría difícil suponer, sin embargo, que Estados Unidos estuviese dispuesto a cruzarse de brazos frente a la absorción económica y tecnológica de buena parte de su hemisferio por parte su mayor competidor estratégico. Si toda la historia comprendida entre la fundación de Estados Unidos y la llegada del nuevo milenio sirviesen de guía, ello resultaría un contrasentido. Ahora bien, si la historia aún determinase un sentido de propósito, cabría esperar que una intensa rivalidad con manifestaciones en todos los órdenes se instale en la vida de la región en las décadas por venir