Las últimas dos semanas, aprovechando que es tiempo de vacaciones, dediqué mi espacio a un análisis más amplio de lo normal acerca de qué elegimos en 2024 y cómo creo que ocurrirá esa elección. Me falta comentar con usted lo que creo que podemos esperar después de la elección, pero habrá que posponer eso unos días, para hablar de las más recientes reacciones a la forma desastrosa en que se gobierna México.
Desde el inicio, la destrucción de instituciones, las medidas para frenar la inversión privada, las ocurrencias, nos han costado mucho y hemos intentado frenarlas. Aunque la estructura institucional democrática en México tiene apenas 25 años, ha servido bastante. Mediante amparos, varias ocurrencias se frenaron por un tiempo, y se obligó al Presidente a ser francamente autoritario, designando como seguridad nacional proyectos que no lo son. La valiente actuación de unos pocos funcionarios y jueces impidió mayor destrucción, aunque varios tuvieron que renunciar, y otros han tenido que soportar ataques del Presidente y de sus fieles. La ciudadanía mostró su madurez retirando al Presidente el apoyo inmenso que le había dado en 2018, poniendo a su coalición original en una situación muy débil en la Cámara de Diputados, donde necesitan del Partido Verde para tener mayoría simple. Por eso no habrá reformas constitucionales en esta legislatura.
Pero López Obrador no acepta las limitaciones que le impone la ley, y han sido cuatro años muy difíciles, con abundantes víctimas: muchos más muertos por la pandemia que casi cualquier país latinoamericano, millones más en la pobreza o sin atención de salud, millones que no han podido incorporarse razonablemente al mercado laboral, porque no hay fuentes de empleo, debido a que la inversión está a niveles de hace más de una década.
Ahora, la idea tan arraigada en López Obrador de resucitar a Pemex y CFE se ha convertido en un problema internacional. Para él, como para muchos mexicanos que sufren el adoctrinamiento del nacionalismo revolucionario, México es el petróleo, y éste es Pemex. Como se trata de una creencia, prácticamente religiosa, de nada sirve demostrarles que esa empresa tiene un valor negativo, que hoy cada mexicano debe 15 mil pesos por culpa de Pemex.
Tampoco entienden, aunque tengan la evidencia enfrente, cómo la competencia ha mejorado la atención en las gasolineras, la calidad de las gasolinas, el abasto de electricidad, y reducido el daño ambiental. Así fue hasta hace cuatro años, cuando empezaron los problemas de desabasto, los apagones, el incremento en tarifas eléctricas y la quema de combustóleo.
En la necedad de rescatar una empresa que no tiene remedio, Pemex, hemos hundido ya un billón de pesos, sin lograr que se produzca más petróleo, o que las refinerías sean más eficientes, o siquiera que mejorara un poco su calificación crediticia. Peor todavía, hoy Pemex nos paga mucho menos por cada barril de petróleo extraído de lo que pagan los privados. Por donde se vea, es un costo para los mexicanos. CFE no llega a esos niveles, pero el deterioro durante esta administración es notable.
Este intento de resurrección se ha hecho impidiendo a las empresas privadas participar conforme la Constitución señala. Se niegan permisos, se impide la entrada en funcionamiento de plantas, se dan reglas diferentes a Pemex y CFE de las que los privados deben cumplir. Son acciones ilegales, que en México se han enfrentado de manera decidida, y ahora también serán enfrentadas desde el acuerdo comercial con Canadá y Estados Unidos. Al igual que ha ocurrido aquí, el gobierno perderá en todas las instancias a las que acuda.
López Obrador hizo su carrera amenazando con el conflicto para poder violar la ley. Lo siguió haciendo desde la presidencia. Ha llegado ya al penúltimo escalón. El último sería amenazar con una guerra civil, por ejemplo, tachando de traidores a la patria a quienes sí cumplen la ley.
Éste es el origen del conflicto. Del costo, platicamos el miércoles.