Estuve varios días en Panamá y, más allá de las protestas que han acosado al país por varias semanas, la frustración es palpable en cada conversación y en cada expresión de cada panameño.
La corrupción, el aumento del costo de la vida y la incómoda desigualdad han provocado el alzamiento de varios sectores de la sociedad, capitalizados por sindicalistas comunistas y agitadores de discursos trasnochados. Desde el 6 de julio, centenares de personas se han tomado las calles de las ciudades del país centroamericano, esparciendo el caos y paralizando la economía.
Panamá es un país próspero y estable, con una novel democracia liberal que, gracias a la elasticidad impositiva se ha convertido en un paraíso fiscal para el mundo. Por los capitales que llegan por montones a diario, y gracias al Canal de Panamá que genera millones, Panamá se ha convertido en un país boyante, pero con un crecimiento dispar que genera la sensación de injusticia y privilegios abusivos en parte de la sociedad.
Algunos de los testimonios se recogieron en una crónica que publicada esta semana en El American. Pero, en síntesis, la gente está frustrada con su clase política, a la que culpa del aumento del costo de la vida (el precio de la gasolina, de los alimentos y la medicina) y de la obscena corrupción.
Esa frustración con la clase política, en gran parte justificada, es muy peligrosa. Hoy es capitalizada por los sindicatos de profesores y de la construcción, y por los grupos indígenas, que han secuestrado el descontento para encausarlo en un plan revolucionario y extremista. Aunque el presidente Laurentino Cortizo ha cedido, congelando y disminuyendo los precios de la gasolina y subsidiando los alimentos y las medicinas, las protestas no han parado y los líderes rebeldes exigen más y más. No se detendrán, porque ya olieron sangre.
En una columna para el Wall Street Journal la periodista Mary Anastasia O’Grady plantea la posibilidad de que Panamá se sume a la tendencia latinoamericana de países que abrazan el populismo de extrema izquierda, como hace poco sucedió en Colombia. Hablando con algunos amigos en Panamá, me negaban esta posibilidad, argumentando que el fantasma de la extrema izquierda no merodea entre la clase política panameña. Y puede que sea cierto, pero esto no dice mucho.
Panamá pudiera ser un país ajeno al molde latinoamericano, que parece que inevitablemente siempre termina arrodillándose ante el socialismo chavista. Varios factores se conjugan para construir esa excepcionalidad: Panamá es un país dolarizado, cuya prosperidad se debe al Canal de Panamá y a los capitales que llegan seducidos por la condición de paraíso fiscal. Además, es un país que hasta hace poco gozaba de una influencia determinante de los americanos. Un país estable y rico, con una robusta clase media. Sin embargo, como hemos visto en los últimos meses, ningún país está a salvo del populismo de extrema izquierda.
En la receta para cocinar el comunismo chavista, el primer ingrediente es la frustración con la clase política tradicional. Si es repudio, mejor. Hoy, en cada expresión de cada panameño, ese desprecio queda reflejado. Sin embargo, aún hoy muchos coquetean con la idea de que regrese Ricardo Martinelli, un político acusadísimo de corrupción, pero al que los panameños asocian con los días de prosperidad y crecimiento.
Cuidado si Martinelli termina convirtiéndose en un Carlos Andrés Pérez (el expresidente venezolano que fue objeto de un golpe de Estado protagonizado por Hugo Chávez) y una eventual presidencia de él termina siendo el preámbulo del surgimiento de un caudillo revolucionario, que aún no ha aparecido pero podría estar atento, esperando el momento para clavar los colmillos y cerrar la mandíbula.
Fuente: Panam Post.