A esta hora, mi corazón está con los católicos de Nicaragua. La persecución no asusta a los cristianos. Sabemos que nos golpearán por defender a Dios, pero también que hemos de amar la justicia, la verdad y la libertad pase lo que pase. La expulsión del país de las Misioneras de la Caridad resulta la metáfora perfecta del comunismo: como Ortega no puede acabar con la pobreza, canaliza su odio contra los pobres y contra quienes los asisten. La culpa es suya por ser pobres, supongo.
Cree Ortega que borrando a quienes mantenían con vida a los más necesitados, desaparecerán, y dejarán de ser la vergüenza de su régimen. Lo cierto es que ocurrirá con muchos; de hambre. Pero por suerte, pese a que Ortega deseaba que volvieran a deambular por las calles, las monjitas se han encargado de buscar otros refugios para la mayoría de cuantos atendían en sus asilos.
Parte del odio que destila Ortega nace de la obligación conyugal de leer los poemas de su esposa Rosario Murillo
Las misioneras están en Nicaragua desde 1988, cuando la Madre Teresa de Calcuta visitó el país y se reunió con el propio Ortega, dando inicio a iniciativas asistenciales: centros de acogida y escolarización para adolescentes abandonados o maltratados, enseñanza de música y pequeños oficios para jóvenes que necesitan reintegrarse en la sociedad, residencias de ancianos, guarderías para madres solteras, entre otros muchos. Todo esto incomoda a un Ortega que, como buen comunista, tiene la desvergüenza de balbucear su causa proletaria y obrera, y que suma entre él y su familia más de 65 mil dólares al mes en salarios oficiales, además de los beneficios de 22 empresas en las que trincan con ayuda de testaferros, muchas entrelazadas con corporaciones públicas o provenientes de antiguas empresas del Estado, tal y como desveló Octavio Enríquez en el digital nicaragüense Confidencial el pasado febrero.
Es tal la desvergüenza de Ortega que hace menos de diez años se presentaba a las elecciones con un lema con tres trolas en cuatro palabras: “Nicaragua cristiana, socialista, y solidaria”. Ahora todo es más sencillo, porque se presenta a las elecciones sin rivales y, para sorpresa de toda la familia del dictador, gana. Los opositores duermen entre rejas. El propio Sergio Ramírez, premio Cervantes y antaño cooperador de Ortega –en el pecado, la penitencia-, denunció el pasado año que tuvo que abandonar su propio país porque el matrimonio gobernante había decidido enviarlo a la cárcel bajo falsas acusaciones de incitación al odio y violencia; dice con razón el escritor que las dictaduras no son muy originales y siempre se repiten.
La prueba de que su poder destructivo no tiene fronteras es que incluso Rubén Darío ha sido víctima de esta estrategia criminal
Tengo para mí que parte del odio que destila Ortega nace de la obligación conyugal de leer los poemas de su esposa Rosario Murillo, poeta en horas bajas —si alguna vez las tuvo altas— y bruja oficial del régimen, entregada primero al culto esotérico y ahora, tras el ritual simbólico-revolucionario de julio de 2020, al satanismo, cosa que explicaría por sí sola la saña de la dictadura contra niños, 30 fueron masacrados por el Estado en 2018, y contra quienes en nombre de Dios hacen el bien, como las misioneras citadas, contra el centenar de organizaciones de beneficencia que han sido expulsadas del país.
La guerra de Murillo contra la poesía no se ciñe solo a su propia actividad literario-terrorista, sino que acostumbra a mancillar el nombre de otros poetas muertos, arrebatándoles versos para su causa. La prueba de que su poder destructivo no tiene fronteras es que incluso Rubén Darío ha sido víctima de esta estrategia criminal, que vio en un discurso de la bruja nicaragüense sus versos de Helios convertidos en un cántico contra la oposición a Ortega: “tú pasa, y la sombra, y el daño y la desidia”, “y el alacrán del odio que su ponzoña vierte, y Satán todo, emperador de las tinieblas, / se hunden, caen. / Y haces el alba rosa, y pueblas de amor y virtud las humanas conciencias”.
Obviamente los que criticamos a Ortega, los periodistas, las misioneras y los obispos, somos el alacrán que su ponzoña vierte, y Ortega y la propia Murillo son los santos en vida que hacen el alba rosa y pueblan de amor y virtud las humanas conciencias. Con dos cojones, camarada.
Fuente: La Gaceta de la Iberosfera.