Todos conocemos a algún pesado. Son esas personas empeñadas en soltarte peroratas interminables a las que les da igual si les das la razón porque lo suyo es discutir o, mejor todavía, escuchar su voz proyectándose en las ondas universales. Viene todo esto a propósito de una charla entre amigos que prometía ser inocente y centrada en cosas más o menos banales. Pero ahí estaba mi amigo relativista dispuesto a amargarnos la tertulia. Hablábamos del cine de Billy Wilder a propósito de un libro que recoge cincuenta artículos suyos de la época que pasó ejerciendo de periodista en el Berlín crápula y febril de Weimar. Unos decían que su film favorito del genial director era “Con faldas y a lo loco”, otros “Sunset Boulevard”, que sí “Testigo de cargo”, que si “El apartamento” e incluso servidor echó su cuarto a espadas defendiendo “Un, dos, tres” como la película más ácida acerca de la guerra fría y lo que son en realidad los EEUU y la URSS.
Viendo la desesperación de los asistentes, en un rapto de heroísmo poco frecuente en mí, dije que era tarde y había que ir pensando en marcharse, pero nada, el tío como si oyese llover
Ahí saltó mi amigo diciendo que todo era relativo y nadie podía decir qué era mejor y qué peor. Dándole todos la razón, en parte por estar de acuerdo en que tratándose de un genio la elección se limita a una mera cuestión de gustos personales, y a que todos conocíamos su insistencia pertinaz y machacona, el tipo insistió. “El relativismo es la única opción inteligente para el hombre moderno. Todo puede ser bueno y malo a la vez, o solo bueno, o solo malo, o no ser ninguna de las dos cosas porque no existen las verdades absolutas”. Tiré discretamente de la manga de un amigo presente, sacerdote, que ya iba a lanzarse en picado mientras le dirigía una mirada suplicante que quería decir “Ni se te ocurra, Pater, que nos dan las tantas aquí con este pesao”. El perorante —no se me ocurre otro nombre— se explayó creyendo que nos interesaban sus opiniones, cosa habitual en quienes no saben distinguir la sonrisa forzada nacida de la educación en colegio de pago del gesto que provoca la náusea. Y, hablando de eso, nos citó la obra de Sartre en un francés manifiestamente mejorable, para a renglón seguido mezclar existencialismo con relativismo cognitivo, Protágoras de Abdea con Wittgenstein y Einstein con Teilhard de Chardin.
Viendo la desesperación de los asistentes, en un rapto de heroísmo poco frecuente en mí, dije que era tarde y había que ir pensando en marcharse, pero nada, el tío como si oyese llover. Entonces, y atendiendo a los rostros angustiados de mis contertulios, me levanté como el que ha sacado la cerilla más corta y le toca arrastrarse hasta la Santa Bárbara para prenderle. «Vamos, fulanito – le dije – que éstos no tienen ni pajolera idea. Te acompaño, que por el camino quiero discutir algunas de tus afirmaciones». Y salimos los dos, él feliz como una perdiz y yo arrastrando los pies cual condenado dirigiéndose al cadalso, mientras dejaba a mis espaldas una pléyade de rostros en los que el agradecimiento y la sensación de alivio se mezclaban. Que no eran para nada relativa.