Hay que ver como parte de un mismo, extenso y profundo plan todas las piezas que otros ven por separado cuando se trata de las acciones de Xi Jinping y las de Putin. Están haciendo mancuerna para demoler el orden mundial occidental, léase, la hegemonía de Estados Unidos y la OTAN.
Lo que de fondo están construyendo de la mano China y Rusia -junto con sus aliados en Asia, Europa y América-, es el proyecto conocido como Eurasia, es decir, la nueva dominancia de un bloque encabezado por esta suma de países, que unidos buscan rebasar en poderío económico, militar, político y cultural, a Estados Unidos, y sus amigos de Europa y organismos internacionales afines.
Xi Jinping ha venido burlando todas las normas a nivel interno en su país, con tal de permanecer en el poder, como todo un dictador, aplastando otras posturas, para permanecer un tercer periodo no sólo como líder del Partido Comunista de China (PCCh), sino como comandante supremo del Ejército chino, lo que se concretó en el 20º congreso de tal partido.
Ese paso era totalmente necesario para encumbrar más a China como líder mundial y abonar al sueño de aquella Eurasia que destruya finalmente a Estados Unidos y le arrebate el liderazgo de una vez y para siempre.
La permanencia de Xi Jinping en el poder está garantizada además por otros muchos factores, entre los cuales que los siete miembros del Comité Permanente del Comité Central, que es la más elevada instancia ejecutiva que domina China, todos son de la entera confianza y plegados al presidente chino que podría simplemente quedarse para siempre en el poder.
Con ello estaría emulando a Mao Tse Tung, en eso y también en haber emprendido una suerte de “revolución cultural” del siglo XXI, al haber emprendido una cierta persecución contra todos sus opositores, y por tanto contra la diversidad de corrientes y de pensamientos.
La muestra más descarada está en que sus súbditos tomaron de los brazos al expresidente Hu Jintao (2003-2013) y lo sacaron del reciente congreso antes de ser clausurado, mostrando quién tiene el sartén por el mango, y emitiendo una dura imagen de intolerancia y “purga” política al más fiel estilo de Mao y sus guardias rojas asesinas.
Con esos siete hombres cercanos a Xi, el poder se ha concentrado más en sus manos y no hay ya contrapesos que operen ante este dictador comunista. Ni tampoco mujeres.
Felicitaron al líder chino por este nuevo “logro” -antidemocrático hasta las cachas-, su “gran amigo” Vladímir Putin; su aliado estratégico, el presidente de la República Islámica de Irán, Seyed Ebrahim Raisi, y sólo los sátrapas socialistas que forman ya parte de su bloque geopolítico y esferas de influencia: Kim Jong-un, el tirano de Corea del Norte; el primer ministro de Pakistán, Muhammad Shehbaz Sharif; Nguyen Phu Trong de Vietnam; Miguel Díaz Canel, de Cuba; Nicolás Maduro de Venezuela (o lo que queda de ella); el presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, y el presidente de Argentina, Alberto Fernández, quien fue a entregar la soberanía de su país a Xi durante los juegos olímpicos de invierno, que signó su integración al colonialismo rojo de la Nueva Ruta de la Seda a cambio de 23000 millones de dólares para buscar reelegirse en 2023.
La cosa es que el proyecto Eurasia necesitaba forzosamente de la consolidación de Xi Jinping no sólo por un tercer periodo de gobierno, sino como potencialmente líder sempiterno de China, para contar con la concentración del poder suficiente, con el tiempo y con la puesta en marcha de las subsecuentes “guerras proxy” en las que se decidirá el nuevo orden mundial, pero no el de los decadentes globalistas occidentales, sino uno distinto.
De este proyecto ha escrito mucho el filósofo ruso Alexander Dugin, que ha retrabajado el concepto -que no inventó él-, dotándolo de actualidad: se trata, como sea, de la unidad de China y Rusia, entre otros países de Europa y Asia, en el reconocimiento de la riqueza de su pluralidad cultural, pero apartándose de la ortodoxia tanto del capitalismo como del comunismo.
Lejanos de tal ortodoxia economicista y política ya están desde hace mucho tiempo tanto Rusia como China, aunque otras características originales o atribuibles a Dugin no parecen viables, tales como el regirse según cada región, por sus especificidades poniendo el acento en lo religioso.
China es capitalista en su política exterior sobre todo, pero con un control social extremo y graves violaciones a todos los derechos humanos en su interior, en su enfoque comunista, que además promueve un solo partido y una dictadura que ahora ya va tomando aún más forma.
Dentro de estas guerras proxy por supuesto está la de Ucrania, territorio considerado por Rusia como parte de su esfera de influencia y sobre el cual tendría derechos históricos, por lo que ganar ahí con la anexión de vastas franjas es expandir su poder y riqueza, y ver fracasar a Estados Unidos y la OTAN, y sus aliados europeos.
La guerra proxy en Ucrania es el primer paso de una clara tercera guerra mundial que no por serlo debe espantar a nadie, ya que seguramente nunca entraría en fase nuclear, pero sí en el frente económico, geopolítico y cultural: quien gane ahí encabezará el bloque de la nueva hegemonía, del nuevo orden mundial.
En este contexto, Darya Dugina -la hija de Dugin- fue asesinada por la explosión de un coche bomba en agosto de 2022, y fuentes militares atribuyeron tal suceso a Ucrania -en complicidad supuesta con la CIA y agencias inglesas y europeas- atentando dentro del territorio ruso contra esa mujer.
El segundo paso de la tercera guerra mundial, y respecto del cual Ucrania ha sido un ensayo, un calentamiento de brazo perfectamente planificado, es la invasión china y anexión de Taiwán, el sueño que Xi Jinping no niega y del que ha dicho que no escatimará en el uso de la fuerza.
Es decir, las guerras no se libran por ahora peleando directamente en los países fuertes, que encabezan actualmente las hegemonías consolidadas o en ascenso, sino en países cercanos, en terceros países, como Ucrania de Rusia y Taiwán de China, pero donde los resultados adversos significarían el fracaso de proyectos emergentes, como el de Eurasia.
Así las cosas, habría que preguntarnos seriamente en qué países de América podría expresarse una guerra proxy y que pudiera significar si no una anexión, la clara hegemonía de uno de estos dos enormes bloques geopolíticos.
Es cuando descubrimos el gran avance de China y Rusia (e Irán) en nuestro continente, mediante gobiernos cuyo esquema de político es el socialismo blando, aquel que no llega al poder por las armas sino por las urnas.
En meses previos ha habido elecciones en Chile, en Colombia, en Nicaragua y en Honduras, y un poco más atrás, en Argentina y en México, ganando en todos los casos la izquierda. Esto habla no de un fracaso de Estados Unidos a escala geoestratégica y en sus esferas de influencia, sino de la complicidad del Partido Demócrata con el socialismo, y por tanto del fracaso americano al trabajar de facto para la hegemonía del Dragón Rojo. Se necesita al movimiento MAGA para salvar el continente. Necesitamos a Donald Trump. “Save America” ya no sólo es algo interno para los Estados Unidos, sino debe leerse como un tema de seguridad geopolítica continental.
¿Qué papel jugará ahora Cuba? ¿Habrá una nueva crisis nuclear de misiles como la de 1962? Suena plausible. ¿Y qué papel jugaría México con un gobierno socialista blando como el de López Obrador y una frontera de 3000 kilómetros con Estados Unidos, en el contexto de un Joe Biden y unos demócratas desesperados por el muy cantado regreso de los republicanos al poder?
Hispanoamérica debe redefinirse. En Venezuela, Cuba y Nicaragua ya lo hicieron los dictadores a nombre de sí mismos, que no del pueblo. Falta ver si México, Argentina y Brasil también se entregan al comunismo más asfixiante de la historia, el del control digital al ciudadano. Urge movilizar la contrarrevolución cultural a nivel continental.