Durante el golpe de Estado del año 2003, luego de haber traicionado al presidente Gonzalo Sánchez de Lozada, Carlos Mesa pactó con los subversivos «La agenda de octubre». Aunque el historiador defiende su accionar bajo el discurso de: «Yo no maté a ningún boliviano», la realidad objetiva nos muestra que se trató de una rendición ante el Foro de Sao Paulo.
La realización de una Asamblea Constituyente fue uno de los puntos que Evo Morales y sus secuaces acordaron con Mesa. Pero no se trataba de redactar una nueva constitución para «empoderar» a los indígenas y trabajadores, como repitieron los panegiristas del Movimiento Al Socialismo (MAS), además de acabar con el neoliberalismo, sino para atornillar indefinidamente en el poder al caudillo cocalero.
La convocatoria y el desarrollo de la Asamblea Constituyente estuvieron marcadas de controversias, los famosos 2/3 en el reglamento de aprobación, y acciones violentas, un asambleísta estuvo cerca de morir en una de las sesiones. Finalmente, después de la matanza de La Calancha, el 25 de enero del año 2009, mediante referendo, la nueva constitución fue aprobada.
Los defensores de la constitución evista señalaban con ahínco la necesidad de un cambio. Quienes cuestionamos el espíritu del nuevo texto constitucional tuvimos que enfrentar una batería de insultos y ataques no solamente de los simpatizantes de Evo, sino de mucha gente que, por lo menos en teoría, eran opositores. Pero eso es harina de otro costal.
La Constitución de Evo Morales eliminó el Estado de derecho, consagró la retroactividad de la ley y, copiando al régimen castrista, anuló la propiedad privada. El Estado central asumió la soberanía en temas como: educación, comercio internacional y producción agraria. De igual manera, bajo el subterfugio del interés nacional, se borró la libertad económica. A partir de ese momento, los bolivianos quedábamos a merced de los caprichos de los pandilleros azules.
La Carta constitucional impide a los indígenas vender sus tierras. Textualmente el Artículo 395 dice: «Se prohíben las dobles dotaciones y la compraventa, permuta y donación de tierras entregadas en dotación».
En relación con lo anterior, se debe recalcar que aquel que no puede vender ni hipotecar sus tierras no es un propietario, su condición se reduce a la de inquilino del Estado. Por eso, no debería extrañarnos que el Movimiento Al Socialismo haya convertido al indígena boliviano en un rehén de su pandilla. Pues sin propiedad no hay libertad.
Los sindicatos y federaciones intimidan también a sus miembros con la amenaza de quitarles sus tierras si no obedecen los lineamientos del colectivo. Son una especie de territorios dirigidos por un padrote o un capo pandillero donde él es la ley.
La colectivización de la tierra tuvo repercusiones en el nivel de vida de los campesinos bolivianos, especialmente, en el occidente del país. Por ejemplo, el Índice Global de Hambre (IGH) 2021 muestra que Bolivia tiene el tercer índice más alto de hambre de la región. A nivel continental, el país ocupa el lugar 15 entre 21 países de América Latina. Este estudio indica que Potosí y Chuquisaca están en una situación grave. Además, que existe desigualdad en el acceso a la alimentación y la falta de ingresos de las familias.
Una consecuencia de la estatización de la producción agraria. Pues, por mucho que los campesinos trabajen la tierra, nada garantiza que el Estado no los desaloje. Ergo, las generaciones más jóvenes prefieren migrar a los grandes centros urbanos en busca de nuevas oportunidades de vida.
El gran Friedrich Hayek dijo: «El sistema de propiedad privada es la más importante garantía de libertad, no solo para quienes poseen propiedad, sino también para quienes no la poseen». Tristemente, el indígena boliviano no tiene ninguna de las dos.