«Dort, wo man Bücher verbrennt, verbrennt man am Ende auch Menschen». Donde se queman libros, al final se quemarán a los seres humanos. La frase pertenece a Christian Johann Heinrich Heine, acaso el poeta romántico alemán más importante. Los nazis quemaron sus obras junto a la de muchos otros en la Opernplatz de Berlín la noche del 10 de mayo de 1933. No fue un acto casual. La llevaron a término estudiantes, profesores y miembros del partido nazi. La inicua acción se enmarcó en lo que Goebbels definió como «Aktion wider den undeutschen Geist», acción contra el espíritu antialemán. Veintiuna ciudades, universitarias todas, compartieron ese tristísimo honor.
Hoy vivimos un momento histórico en el que (…) se persigue con saña a cualquier persona, intelectual o no, que se oponga al pensamiento ‘woke’
¿Qué pecado había cometido, por seguir con el ejemplo, Heine? Simplemente, no encajar en el pensamiento procusteano nacionalsocialista. O estabas dentro de él o no tenías derecho a existir. En su concepción totalitaria no debía tolerarse a nada ni nadie que no encajase con el dogma imperante. Muchos se olvidan que la primera víctima de aquel horror fueron los propios alemanes que no participaban de la ordalía hitleriana. También se habla poco de que aquella estaba firmemente basada en un conjunto de ideas y creencias arraigadas entre la gente, que Hitler y otros nazis como Alfred Rosenberg solo tuvieron que poner en primer plano. Porque no hay movimiento político que brote de un día para otro.
Hoy vivimos un momento histórico en el que, sin llegar a formar piras de libros en la plaza pública, se persigue con saña a cualquier persona, intelectual o no, que se oponga al pensamiento «woke», a las directrices emanadas de sus transmisores. Todo lo que no comulgue con el diseño de arquitectura social que nos venden a diario como artículo de fe debe ser quemado a fin de que desaparezca. Si usted mantiene un cierto escepticismo acerca de esas ideas fuerza, está condenado al fuego purificador de los servidores de Soros y el NOM. Para ser un buen ciudadano, y ya no digamos un periodista, escritor, artista o intelectual, has de aceptar sin la menor crítica el cambio climático, las consignas acerca de género, la historia manipulada que nos ofrecen como veraz y experimentar un odio profundo hacia quienes se oponen a esa dictadura de las ideas, a esa polución del libre albedrío. El odio, el motor que siempre ha movido al nazismo y al comunismo, es el huevo de la serpiente. Todo se reduce a calificar como facha o franquista a quien no repite la consigna y asunto resuelto.
Hay que estar vigilantes ante quienes queman nuestra Carta Magna. Eso no es un derecho. Eso es la antesala del horror
Hemos visto numerosas veces quemar la bandera de España, la imagen del Rey o la Constitución. Con ferocidad horripilante. El amor por el fuego que lo destroza todo y arrasa a ideas y personas es tremendo. Porque los hornos de los campos de exterminio empezaron a arder en las hogueras nazis entre uniformes pardos y seres borrachos de ira, de superioridad y de estulticia intelectual. Por eso hay que estar vigilantes ante quienes queman nuestra Carta Magna. Eso no es un derecho. Eso es la antesala del horror.