Hay dos procedimientos para adquirir el conocimiento exacto de que el comunismo, con cualquiera de los seudónimos con los que se disfraza, es incompatible con la democracia. El primero requiere un cierto esfuerzo intelectual, como es el de leer despacio un libro desapasionado de Historia del siglo XX. El segundo procedimiento es más sencillo: se trata sólo de observar con atención a un régimen democrático cualquiera que haya tenido la desgracia —y la irresponsabilidad— de entregar el Gobierno al socialcomunismo, con ese nombre o con otro cualquiera, y esperar un tiempo. Por norma general, muy poco tiempo.
En el caso de la llegada al poder en Perú del comunista y dizque maestro rural que jamás dio clases Pedro Castillo, sólo hizo falta un rato, apenas unas semanas, para verificar que el comunismo es corrupción, abuso de poder, crimen organizado, ineficacia, incompetencia, indigenismo, asalto a los poderes del Estado y degradación de las instituciones.
Desde el primer minuto de la más que dudosa victoria electoral de Castillo como hombre de paja del corrupto e inhabilitado Vladimir Cerrón, sabíamos lo que pasaría y no nos equivocamos. Es imposible equivocarse con el comunismo cuando conoces el número (cero absoluto) de países que desde hace más de un siglo han prosperado gracias a esa ideología criminal. Una ideología que, para nuestro estupor y para sonrojo de las derechas acomplejadas y oligárquicas que lo permiten, sobrevive y medra sin apenas obstáculos en la mayoría de las naciones de la Iberosfera apoyado por la caviarada socialdemócrata, sus medios adictos y las organizaciones liberticidas como el Foro de Sao Paulo o el Grupo de Puebla que, hoy, ante la caída de su protegido Castillo, callan como antes solían callar las putas, sobre todo las caras.
Lo que también conocemos del Socialismo del siglo XXI, ese otro nombre del comunismo, es que en su corrupción sistemática jamás abandona el poder de una manera ordenada. Que nadie se engañe. Si no hubiera sido por las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional peruanas, que se negaron desde el primer momento a apoyar el golpe de Estado ordenado por Castillo, la disolución del Parlamento, el secuestro del Poder Judicial y al anuncio de una Asamblea constituyente, Perú habría sucumbido. Por eso es vital para una democracia que haya un sistema de instituciones y poderes libres que sirvan de contrapeso a las pulsiones totalitarias del socialcomunismo. Por eso, siempre y en todo lugar, también en España, la izquierda se empeña, a veces con desesperación y otras con desvergüenza, en asaltar instituciones y tribunales que les impiden alcanzar sus objetivos autocráticos.
Es cierto que la torpeza de Pedro Castillo y su absoluta inutilidad para gestionar la cosa pública —cinco gobiernos en año y medio— han facilitado mucho la observación que constata el desastre habitual de la izquierda, pero que nadie crea que haya algo sustancial que diferencia a Pedro Castillo del brasileño Lula, el colombiano Petro, el venezolano Maduro, el nicaragüense Ortega, el boliviano Arce, la hondureña Xiomara Castro, el cubano Díaz Canel, el chileno Boric, el mexicano López Obrador, la corrupta e inhabilitada a perpetuidad argentina Cristina Fernández de Kirchner o, para desgracia de los españoles, de Pedro Sánchez, sus socios comunistas y sus aliados golpistas y filoterroristas.
El destino de muchos de ellos, ojalá que más pronto que tarde, debe ser el mismo que el de Castillo por incompatiblidad demostrada con el Estado de Derecho, el imperio de ley justa y la separación de poderes. Pero para que eso ocurra no podemos limitarnos a esperar a que sus propias torpezas e ignominias los derriben. Hay que plantarles cara. Como han hecho los peruanos.