De modo que uno escribe un artículo, un tuit, en un muro de Facebook, lo que sea, un comentario criticando a una ministra o un ministro, o al rey o a quien le dé la gana. Eso que uno ha escrito y publica conlleva que uno puede incurrir en alguna ilegalidad y ser castigado por ello, por supuesto, porque ningún derecho, tampoco la libertad de expresión, existe sin límites. Vivimos en un Estado de derecho y hay gente que se ocupa de esas cosas por el bien de la convivencia. Hasta aquí todo en orden.
Hace unos días Antonio Camuñas escribió un tuit criticando a la ministra de Igualdad, un tuit que, como todos, está sometido a las reglas descritas. O tal vez la insultó, ¿qué más da?, no importa lo que dijera ni cuánto nos guste o disguste, ya habrá quien determine, previa denuncia y por los canales civilizados, si se atenta contra el derecho al honor de Montero o se ha incurrido en algún otro supuesto delictivo. Pero Manuel Rico, periodista, decidió que no iba a esperar a que el Estado de derecho actuase y se iba a tomar la justicia por su mano. Tomó una soga, buscó un árbol y se dispuso a colgar civilmente a Camuñas, incitando a quienes pasasen por allí y a sus más de cien mil seguidores a que, atención, escribiesen a la empresa en la que trabaja Camuñas para que «tomase medidas».
Antes no había caminos tan francos para que los cobardes se juntaran y se ensañaran contra un individuo inerme
De modo que ahora, si alguien ha dicho algo que no te parece bien, Jack, Zuckerberg o quien sea te permite intentar que quien lo dijo no tenga con qué ganarse la vida, porque ya no existe, principio elemental de la convivencia, un espacio civil para opinar y un espacio en el que uno trabaja y se le valora por lo que aporta; porque ahora «todo es político», como en Rusia en 1915. Y por esta misma regla de tres si, en un bar, Menganita, dependienta, critica o insulta a un ministro de los míos, «lo decente» es que yo vaya a su tienda con la grabación de lo que dijo para intentar que la pongan de patitas en la calle.
Quien crea que este matonismo civil es de siempre se equivoca. Antes no había caminos tan francos para que los cobardes se juntaran y se ensañaran contra un individuo inerme, no había maneras tan fáciles de ciscarse en la democracia; lo de portar antorchas e ir a quemar a gente estaba más o menos superado. Además, lo normal hace unas décadas y antes de las redes sociales era que para hacer estas cosas hubiera que dar la cara, aporrear la puerta de alguien y mirarle a los ojos, y no se podía jugar a las brujas de Salem arrellanado en un sillón y a golpe de hashtag. Pero ahora sí se puede, porque esta es una de las peores cosas que nos han traído estas tecnologías: la proliferación de los cobardes.
Estos justicieros adalides de la justicia azuzan a sus cachorros para que sean «intolerantes con los intolerantes»
Esto está ahora por todas partes: cualquiera se atreve a insultarte o denigrar tu profesión escudado tras un nick y una imagen falsa. Por eso la esperanza de uno ante un acto así, que al entrar en las respuestas a la infame y tribal acción de Manuel Rico todo fueran reproches, se desvanece enseguida: aplausos, gente sumándose a escribir correos y tuits a su empresa, «espero que sus jefes también hagan caso de esto y lo pongan donde debe de estar, en la calle», «puede perder el trabajo por ser un machista y mentiroso», etcétera. No solo hay de esto, naturalmente, porque todavía hay gente que sabe detectar a un miserable a la legua; pero hay demasiado de esto.
Ni que decir tiene que los sujetos despreciables que proponen estos ahorcamientos colectivos se consideran campeones de la tolerancia. Amparados en un Pictoline sobre algo extraído de Karl Popper que no solo es una nota al pie de una obra —La sociedad abierta y sus enemigos— que jamás han leído, sino que además sostiene lo contrario de lo que Popper dijo, estos justicieros adalides de la justicia azuzan a sus cachorros para que sean «intolerantes con los intolerantes». Ya lo decía Unamuno; hay algo peor que no haber leído nada: haber leído un poco. Quien sí que ha leído a Popper sabe que echaría hasta la última papilla si alguien le presentase como «tolerancia en tanto intolerancia con los intolerantes» este ataque bajuno y por la espalda.
Al fondo de este paisaje en ruinas está el fin de la libertad que promueven quienes nunca han creído en ella (y el señor Rico escribe nada menos que en un periódico que se llama InfoLibre). Tampoco creen los de esta calaña en la convivencia y en sus marcos, ni en los jueces, ni en los fiscales, ni en ninguna de las instituciones que sostienen el Estado de derecho. Dichas instituciones llevan un mínimo de cuatro años sometidas a un acoso incesante por gente que «se impacienta» con todo límite impuesto a lo que ellos estiman que es justo. Jueces fachas, policías fachas, etcétera: andan arrasando estos atilas las garantías de nuestra convivencia y los demás se lo estamos permitiendo.
A raíz de diversos incidentes ocurridos en 1780, Charles Lynch (por entonces Juez de Paz en Virginia) y sus secuaces decidieron que la justicia era lenta e ineficiente, y acometieron una serie de juicios sumarios sin garantías y sin sometimiento a leyes en los que ejecutaron a diversos sospechosos, forjando su propia ley, llamada de Lynch, y un nuevo vocablo, «linchamiento». Esta gentuza que ahora pulula en las redes sociales ha decidido que vamos a retroceder tres siglos y que esa democracia que dicen defender —siendo, como son, incapaces de encontrarla ni con un mapa— ha dejado de ser un marco de convivencia adecuado. Quienes hacen como Manuel Rico (quien en un alarde de sarcasmo dice en su perfil tuitero que «bloquea a quienes difunden fascismo», siendo un totalitario de libro) están pudriendo las redes sociales; con la connivencia de estas, pues Twitter, que al primer disenso del pensamiento único te suspende la cuenta, ni se inmuta con estas cacerías públicas a plena luz del día.
O ponemos pie en pared o a las horcas virtuales seguirán las de cuerda.