ENRIQUE GARCÍA-MÁIQUEZ,
Siento un cansancio global. El mundo, de golpe, me queda muy grande. Sé que pasan cosas trascendentales, pero también que, más allá de rezar, no puedo hacer nada por ellas. Sin embargo, como lo mío no es bajar los brazos, quiero aprovechar el cansancio para volver la mirada con fuerza al municipalismo.
En mayo se celebran (esperemos que la palabra acabe siendo exacta) elecciones locales; y ya se están preparando los equipos que se presentarán a ellas. Quiero hoy rendirles mi homenaje. La política local no es de segunda división, en absoluto.
En su precioso testamento, el Papa Benedicto XVI daba las gracias a su patria, pero se refería, más que a toda Alemania, a su región: «Y quiero dar gracias al Señor por mi hermosa patria en los Prealpes bávaros, en la que siempre he visto brillar el esplendor del Creador mismo». Chesterton también defendía la pequeñísima Inglaterra, y Scruton lo mismo o más, pues a él hasta Gales le parecía una tierra exótica. Nicolás Gómez Dávila también privilegiaba un patriotismo consistente en «una adhesión carnal a paisajes concretos». Cualquiera se relame de gusto oyendo al catalanísimo Josep Pla llamando «el país» a su Ampurdán.
Comprender y compartir estos sentimientos de íntimo arraigo no implica renunciar al patriotismo grande, que, para un escritor, todavía es mayor, porque nuestras fronteras son las del idioma. No puede haber barreras cuando no las hay lingüísticas, como no las hay para un católico allá donde rija la comunión de los santos. El chico, el nacional, el lingüístico y el de la fe son patriotismos compatibles, gracias a la jerarquía, el buen humor y las lealtades superpuestas y coordinadas.
Lo que dicen esos grandes apegados a sus patrias chicas es que arraigo al terruño es físico y sensitivo, operante. En eso, estriba la trascendencia de la política municipal. En vez de movimientos de masas y estudios de estadísticas, la conservación de un viejo edificio, el cuidado de un paisaje natural querido por los vecinos y la puesta en marcha de una depuradora.
La política municipal no conoce la distancia entre el ciudadano y el concejal, y eso es muy exigente para el político, exigido en cuanto pone un pie en su calle. Otra ventaja difícil es que tampoco hay una distancia radical con los políticos rivales, que son vecinos y afrontan los mismos problemas, aunque con más o menos eficacia y con un orden de prioridades marcado por sus agendas ideológicas. Pero la conversación es más fácil y, por tanto, la sana discrepancia, mucho más delicada, en los dos sentidos.
Un apasionante reto intelectual para los candidatos de Vox en las próximas municipales será concretar el estilo y las ideas de su formación a la política a pie de obra. Bajar el balón al pasto sin renunciar —al revés— a los ideales altos que los identifican. Tengo la sensación de que los otros partidos no tienen un reto tan complejo, quizá por la inercia de lustros de municipalismo, pero también porque ellos no se enfrentan el común denominador de los valores dominantes.
Más allá de los resultados numéricos en esta convocatoria, Vox se juega el éxito de las municipales en esa articulación de la idea con la práctica. Ya se ha venido dando con los grupos municipales en activo, pero ahora toca culminarla.
Luego vendrán las negociaciones que, por los desprecios de Feijoó, serán a cara de perro. Y por eso mismo serán esenciales para encuadrar a cada partido para las generales y en sus coordenadas ideológicas y programáticas ante los ojos del electorado. Pero, como hoy me siento más municipalista que nunca, esos acuerdos también serán claves para conseguir realidades concretas para los pueblos y los ciudadanos.
Hay muchas maneras de dignificar la política y, visto lo visto, todas son necesarias y urgentes: la honradez, el tono, el amor a la verdad, el compromiso con la palabra dada, la coherencia intelectual, la honestidad con el propio votante, etc. En primera línea de importancia está mejorar en la práctica la vida de los ciudadanos. Y en eso el municipalismo es imbatible.