David Cedrá,
Un profesor universitario ha dicho en LinkedIn que el emperador va desnudo y se ha liado la marimorena. “Querido alumno universitario de grado: te estamos engañando”, de Daniel Arias-Aranda, nos ha recordado dos cosas: que cuando a un valiente le da por decir verdades estas corren como la pólvora y que hay quien sigue prefiriendo matar al mensajero que enfrentar los problemas y arremangarse para solventarlos. Y es que es mucho más divertido, da más likes y a lo mejor también más euros caricaturizar los argumentos ajenos y tachar al de enfrente de casposo elitista que pararse a pensar en lo que está sucediendo.
No hace falta compartir todos los comentarios de Arias-Aranda ni su tono a veces áspero para reconocer qué cierto es lo que dice. Sí, la universidad hace aguas. Y no solo, en el caso de la pública, por su endogamia, su apabullante burocratización y lo jerárquicas y poco meritocráticas que son sus estructuras, y por cómo ha renunciado a formar ciudadanos críticos y cultos; el barco también se hunde por el lado de los alumnos. La inmensa mayoría de quienes trabajamos en la educación superior y además nos importa vemos las mismas cosas que él ha visto: las dificultades para expresarse, la facilidad para el plagio (en las empresas que ofrecen hacer tesis y TFM solo trabajan sinvergüenzas), la powerpointización que acorta sus mentes, el bajo nivel de inglés y la adicción a los dispositivos desatencionales. Lo que más duele, con todo, es la abulia, precisamente en la edad en la que hay que tener más hambre por aprender —porque ya es tu profesión—, más ganas de cambiar el mundo y más coraje para hacer preguntas.
Aunque todo esto que pasa en la pública también se vive la privada hay diferencias de peso: nosotros tenemos una autoridad en clase que a menudo no tiene el profesor en la pública, además de la necesidad de hacer un gran trabajo año tras año, pues de lo contrario estamos inmediatamente en la calle. Además, nos dejan y hasta nos piden que recordemos a los alumnos sus deberes, y lo mucho que sus padres pagan por el privilegio del que gozan. En cambio, son demasiados los estudiantes de la pública que acuden a clase con la conciencia de cobrarse un derecho, sin que nadie les recuerda su deber de honrar eso que a los españoles nos cuesta tanto financiarles.
La visión del profesor es, efectivamente, una generalización que encubre que hay alumnos muy bien preparados, dominantes de su atención y entregados a la causa. Pero resulta que todo artículo o ensayo —toda pieza de sociología, todo lo que Kant o Aristóteles dijeron— generaliza, porque generalizar es el método esencial de la inteligencia para diagnosticar y calibrar tendencias. Arias-Aranda está describiendo la parte media y más nutrida de la campana de Gauss, cuyo rendimiento ha descendido efectivamente de manera llamativa. La culpa no cabe imputársela a los estudiantes, que son víctimas de sucesivos atropellos políticos, sociológicos y tecnológico-empresariales; la cuestión es que en la universidad ya son adultos, y, luego de ser estafados, empiezan a ser responsables.
Una parte del profesorado de primaria y secundaria se ha sentido atacado por esta serie de verdades, bajo la divisa «no os metáis con nuestros chicos, nosotros hicimos nuestro trabajo y quedaron estupendos». Tras el polarizado enfrentamiento entre «profesores innovadores» y «profesaurios», llega un nuevo combate en OK Corral entre maestros de primaria y secundaria y universitarios. ¿Hasta cuándo se va a seguir con ese inane juego? La educación es una, y el deber compartido es de todos. ¿Y por qué los mismos profesores de primaria y secundaria que se quejan de que caiga sobre ellos toda la responsabilidad de educar dan entender con el malestar de ahora que en efecto solo educan ellos? De ningún modo: un alumno que se estafa y se deja estafar ausentándose de clase —físicamente o pantalla mediante— ha sido convencido por muchos de que el esfuerzo es inútil, de que la sociedad, se prepare o no, le debe un puesto de trabajo, y de que el conocimiento siempre está al alcance en internet, entre otras muchas mentiras. ¿Qué esperábamos, en el país en que los dirigentes políticos plagian tesis doctorales y titulan másteres sin pisar las aulas con impunidad absoluta?
No es culpa solo del profesorado, sino de todos: los padres, su cuota, los directores de los centros, la suya, los mercachifles de la desatención, buena parte. Pero no todos cargan con el mismo peso; no es lo mismo el padre o madre que empantalla a sus hijos para tomarse cuatro gin-tonics con los colegas que el padre o madre que no está entre semana porque conduce un camión que lo aparta de casa. Hay que hacer examen de conciencia y no levantar los brazos. También es culpa de los políticos irresponsables que legislatura tras legislatura nos chulean con una nueva ley educativa. No obstante, mientras la partitocracia siga parasitando la democracia no lo vamos a arreglar esperando a que ellos hagan su parte.
Capítulo aparte para quienes aseguran que un profesor a cuyas clases los alumnos no van o de la que se desconectan es un mal docente, alguien «que no motiva». Perdonen, pero eso era antes. Yo también tuve malos profesores a cuyas clases no asistía (me bastaba con estudiar por mi cuenta), pero desde que TikTok, YouTube e Instagram llegaron todo ha cambiado. Hay que ser muy iluso y/o muy caradura para decir que un profesor tiene que dar una clase que compita con las series de Netflix y Sálvame Deluxe; si se es profesor, hace falta además respetarse muy poco. Por lo demás —y por lo mismo—, la posibilidad de que un adolescente de hoy se enfrente a solas a media docena de libros y unos apuntes para sacar una asignatura por su cuenta es francamente rara.
Ha habido quienes han acusado a Arias-Aranda de estar «contra sus alumnos» y hasta de tratarlos con desprecio. Pues miren, no. Cada vez que se le va la mano es producto de la amargura, y te tienen que importar mucho tus alumnos para decir lo que les hiere. Los cobardes que verdaderamente dañan a los universitarios son los que sueltan su clase y se van, sin importarles un bledo quién atienda o aprenda, quienes no ponen la libra de carne que, como Antonio en El mercader de Venecia, pone el profesor Arias-Aranda, quien posiblemente sufra las iras de esa parte de una institución que opta por cerrar filas y mirar a otra parte. La cuestión, ahora, es qué vamos a hacer el resto, rectores, padres, profesores, todos, cuántos gritos de auxilio más necesitaremos, hasta cuándo vamos a aparcar la necesaria rebelión en las aulas.