Marlene Azor Hernández,
Según la Constitución de 2019, el presidente en funciones de Cuba puede convocar el estado de emergencia por catástrofes naturales o guerra contra otro Estado, pero en su articulado no aparece la posibilidad de convocar a la guerra civil como lo hizo el gobernante Miguel Díaz-Canel, el 11 de julio de 2021. La dictadura cubana apuesta al “olvido” popular y la prensa internacional la acompaña.
Tanto el Derecho nacional como el internacional prohíben un llamado a la guerra civil, un acto inédito en las repúblicas democráticas desde finales del siglo XIX. La Carta Magna de 2019, en su artículo 128, incisos j y k, define los derechos del presidente a la convocatoria de movilización general en tres instancias: la guerra contra otro Estado, la defensa del país y situaciones de catástrofes naturales. En una república democrática Díaz-Canel sería inmediatamente suspendido de sus funciones si se atreviera a convocar un estado de sitio, como lo hizo el 11 de julio.
El mandatario designado no tiene la decencia de dimitir. En cambio, se ha adjudicado una cifra récord de presos políticos y un éxodo masivo que en el último año sobrepasó los 270 000 cubanos llegados a EE. UU. por sus fronteras terrestres; sin contar los más de 10 000 que lo intentaron cruzando el Estrecho de Florida.
El estado de sitio o guerra civil es un régimen de excepción que debe ser impuesto por el poder ejecutivo, en particular por el jefe de Estado, y con la autorización del órgano legislativo correspondiente a ejecutarlo. El estado de sitio representa un concepto equivalente al estado de guerra, que otorga a las Fuerzas Armadas facultades preponderantes para los actos de represión, mientras quedan suspendidas las garantías constitucionales.
En el caso de Cuba, el agravante radica en que Miguel Díaz-Canel no ha sido elegido ni votado por la ciudadanía, sino por un municipio, y ocupa un puesto en la administración del país impuesto por el dictador Raúl Castro. De ahí la insistencia de la dictadura cubana en presentar las manifestaciones pacíficas, espontáneas y masivas ocurridas el 11 de julio de 2021 como manifestaciones violentas y dirigidas desde afuera de Cuba, aun sin haber podido probarlo en la contracampaña política lanzada por sus medios de propaganda, ni en los tribunales.
Un segundo agravante es que el legislativo cubano no tiene poder de controlar al presidente cuando este incurre en un acto inconstitucional como el que analizamos. El designado se saltó el paso de consultar con el Parlamento, que apoyó, ad hoc, la aberración política de convocar a una guerra civil.
El tercer agravante es que en seis décadas la cleptocracia comunista ha impuesto el estado de excepción permanente sin comunicarlo a la ciudadanía ni al mundo. Los cubanos no hemos gozado de garantías constitucionales antes ni después de 2019.
El balance de las políticas públicas del presidente designado en los últimos cinco años es un desastre nacional: aumento sustancial de la pobreza y la desigualdad; inflación galopante; salarios y pensiones paupérrimos; crisis alimentaria; apagones continuos; accidentes evitables como los del Hotel Saratoga y la Base de Supertanqueros de Matanzas; muertes por COVID-19 que pudieron evitarse, causadas por una estrategia sanitaria errática que inició la vacunación más de un año después de llegada la pandemia a Cuba; y una represión masiva contra el pueblo que, entre otras causas, ha provocado el mayor éxodo de la historia nacional.
La prueba del deterioro del país se ejemplifica en el Índice de Desarrollo Humano. En 1990, Cuba ocupaba el puesto 56 entre los países que miden este indicador; hoy ocupa el puesto 83. Es decir, en los últimos 30 años Cuba ha descendido 27 escaños en el Índice de Desarrollo Humano.
La Constitución permite al gobernante designado un mandato de cinco años, renovable por otros cinco años. Sin embargo, el resultado de su primer lustro en el poder debería inspirar un mínimo de decencia en Díaz-Canel para que se abstenga de renovar su mandato en abril próximo. La otra opción sería esperar una rebelión popular masiva, para poner fin a las nefastas políticas públicas de la dictadura.