Carlos Loret de Mola A.,
A pesar de que le faltan dos años de mandato, el presidente de México ha contribuido a crear la sensación de que su sexenio está en el ocaso. Desde hace meses Andrés Manuel López Obrador (AMLO) ocupa gran parte de su energía en incidir en la elección para sucederlo: ha enlistado a los posibles candidatos presidenciales, habla recurrentemente del proceso electoral de 2024 en sus conferencias diarias, organizó y encabezó una marcha multitudinaria —como de campaña— en la recta final del 2022 y, en el más peligroso de todos los lances, su coalición legislativa aprobó una reforma que debilita a las autoridades electorales independientes y fortalece el papel del gobierno en la organización de los comicios. Parece que quiere asegurarse a toda costa de que su partido, Morena, vencerá en las próximas elecciones presidenciales.
Estas actitudes antidemocráticas de López Obrador han tenido un triple efecto. Primero, han motivado una movilización social para defender al Instituto Nacional Electoral (INE). Segundo, han despertado a una oposición partidista que parecía aletargada y que, en reacción, ya anunció que irá en coalición a la elección presidencial y empezó a mostrar a algunas de sus figuras.
El tercer efecto es todavía peor para el presidente: al cambiar las reglas del juego sin el consenso de todos los jugadores, está logrando deslegitimar el resultado final por adelantado. Un resultado final que, a decir de las encuestas, le será muy favorable. AMLO no parecería necesitar de todas estas trampas para que gane su partido ni tiene lógica que manche a priori una victoria vaticinada… salvo que él tenga otros datos.
Estas nuevas leyes electorales, que fueron impulsadas y aprobadas por la coalición en el poder en la Cámara de Diputados, todavía deben cruzar las aduanas del Senado y la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Con ellas, las autoridades electorales independientes pierden dominio sobre el padrón de quién puede votar y lo gana el gobierno, disminuye su presupuesto para instalar casillas de votación en el país y reduce su capacidad en la contabilidad de los resultados la noche de la elección. Si el partido de AMLO no llegara a ganar, ahí tendría una terna de argumentos para impugnar, cosa en la que ha desarrollado un expertise inempatable: de las tres elecciones presidenciales en las que participó, solo reconoció los resultados hasta que ganó una.
Estas nuevas leyes dejarían al árbitro electoral muy debilitado si no se detienen en las instancias legislativas o judiciales. Son un golpe directo a la democracia. Son un coqueteo tiránico que devuelve a México a los tiempos más agrios en los que el Partido Revolucionario Institucional gobernaba, organizaba las elecciones y las ganaba: fueron 80 años de una situación que la sociedad tardó mucho en desmantelar. Ante ello, el INE tendrá dos opciones: someterse a los deseos del presidente o enfrentar —con menos fuerza y recursos— todo el poder del Estado obradorista.
El problema es que la lucha por mantener las instituciones democráticas continuará. Esta primavera se elegirán a cuatro de los 11 consejeros que gobiernan el órgano electoral y AMLO podrá impulsar perfiles absolutamente alineados a sus intereses. Es decir, árbitros vendidos. O bien, dejar con solo siete miembros el Consejo General y debilitarlo aún más.
En realidad, con todos estos golpes autoritarios, López Obrador está mostrando su profunda inseguridad: el sexenio entra a su etapa final, al presidente se le agota su poder y reacciona a ello con coletazos violentos, la sociedad se manifiesta con cada vez más vehemencia en su contra y la oposición se ha ido organizando mejor. Quizá el presidente tiene el cálculo político de que solo apoderándose de la autonomía democrática del país puede asegurar el triunfo de su partido en una elección que se siente a la vuelta de la esquina, pero para la que en realidad falta un año y medio.
¿Qué va a pasar en ese año y medio? Ahí está la clave. Lo previsible es que los indicadores del funcionamiento del gobierno sigan derrumbándose, al igual que todos los símbolos que López Obrador ha ido construyendo solo de palabra, sin sustento en la realidad. Estos van desde una violencia homicida desatada hasta una refinería que no va a poder refinar pronto. Pese a la promesa presidencial, sigue sin haber un sistema de salud como el de Dinamarca y continúa el desabasto de medicinas. Y obras como el Tren Transístmico o el Tren Maya no se terminarán a tiempo ni con los costos señalados. La mayor promesa de AMLO, acabar con la corrupción, no está ni cerca de cumplirse y cada vez es gente más cercana a él la involucrada en estos actos. Lo más probable es que no crecerá 6% la economía, otra promesa, sino que quedará una bomba de tiempo activada en el financiamiento de las pensiones. El presidente irá perdiendo control e irá perdiendo poder.
“Sea mujer u hombre quien llegue (a la presidencia en 2024), va a recibir un cartucho de dinamita prendido”, me dijo Carlos Urzúa, quien fue el primer secretario de Hacienda de López Obrador.
La nueva reforma electoral y el impulso para apoderarse del INE por todas las vías posibles no solo tratan de garantizar la victoria para poder manejar los efectos políticos del inevitable estallido de esa pólvora, sino que también preparan el terreno para la derrota: dejan los resortes activados para que el propio presidente desate una crisis política al final de su mandato y culpe a alguien más de la debacle económica. Si algo sabe hacer bien López Obrador es eso. Lo ha ensayado históricamente y ahora, con todo el poder y todo el presupuesto, puede ir tan lejos como él quiera.