lunes, noviembre 25, 2024
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Sobre la memoria histórica en Portugal

RICARDO RUIZ DE LA SERNA,

En España, tendemos a creer que ciertas cosas sólo nos pasan a nosotros; por ejemplo, los debates en torno a la manipulación y los intentos de reescritura de la historia. A veces, mirar más allá de nuestras fronteras nos permite atisbar mejor lo que realmente está sucediendo. Miremos, por ejemplo, a Portugal.

Allí, la semana pasada, la Asamblea de la República ―el parlamento portugués― rechazó una propuesta del Bloque de Izquierda para desclasificar todos los documentos militares relativos a la llamada Guerra Colonial. Es reveladora la ocasión escogida para votar el proyecto de ley: los días en que se conmemora el 50º aniversario de la Masacre de Wiriyamu, en Mozambique, cuando soldados portugueses y efectivos policiales mataron entre trescientos y cuatrocientos civiles en un grupo de aldeas de la provincia de Tete. Augusto Santos Silva, presidente de la Asamblea, advirtió en Twitter cómo esa masacre había contribuido “al aislamiento internacional del régimen del Estado Nuevo portugués y también para el aumento de la conciencia en Portugal de la necesidad absoluta de acabar con ese régimen y de acabar con la guerra colonial”.

Podríamos empezar discutiendo la propia terminología. Tal vez denominaciones como la Guerra de África o, el que yo prefiero, las Guerras de Ultramar resultarían más precisos. El estatuto de los territorios portugueses en África no siempre fue el de unas «colonias». Desde 1951 ―y desde 1946 en el caso del Estado de la India― Angola, Cabo Verde, Guinea, Macao, Mozambique, Santo Tomé y Príncipe y Timor eran oficialmente «provincias ultramarinas». Para los portugueses que habitaban en ellas, eran sin más territorio portugués. El lema de un Portugal «desde el Miño hasta Timor» no era sólo una consigna propagandística.

Entre 1961 y 1974, Portugal libró una lucha heroica y desigual para conservar aquellas provincias ultramarinas. Atrapado en las dinámicas de la Guerra Fría, el país sufrió, al mismo tiempo, las consecuencias de la política estadounidense de oposición al colonialismo y de la política soviética de apoyo a los llamados «movimientos de liberación nacional». Washington y Moscú tenían sus propios líderes, sus propias guerrillas y sus propios intereses. Las dos superpotencias competían. Lisboa estaba presa entre la pertenencia decidida al bloque occidental y anticomunista y la ambigüedad estadounidense cuando se trataba de preservar la integridad territorial de Portugal: coincidían en el anticomunismo, pero no en la conservación de aquellos territorios. El ejército portugués combatía, en este sentido, con un brazo atado a la espalda mientras que las guerrillas y las organizaciones terroristas comunistas contaban con el apoyo de la URSS.

Aquellas guerras, como todas, fueron terribles. Se suele recordar la actividad de la Policía Internacional y de Defensa del Estado, la temible PIDE, que entre 1945 y 1975 fue el terror de los comunistas y los demás opositores. Son conocidas sus prácticas, que fueron las propias de los Estados policiales a ambos lados del Telón de Acero: las celdas secretas, los confidentes, la tortura. La serie de Netflix «Glória» refleja, con todas las concesiones ideológicas a la izquierda características de la plataforma, la forma de operar de la PIDE y, sobre todo, el discurso político en torno a la Guerra de Ultramar difundido desde la Revolución de los Claveles (1975). Las fuerzas armadas portuguesas libraron combates heroicos, pero ese heroísmo resulta hoy políticamente incómodo. En sus filas combatieron, codo con codo, europeos y africanos, pero también parece de mal gusto recordar eso. El relato, desde 1975, ha desterrado de la historia y el recuerdo motivaciones como el patriotismo, el anticomunismo y la defensa del hogar que, para miles de portugueses, eran los territorios africanos.

De ese recuerdo, también se ha borrado parte de lo que sucedió antes de 1961. Se evoca el racismo, pero no el desarrollo de los territorios ni la labor cultural de las instituciones portuguesas. También se ha ido desvaneciendo el terrorismo que acompañó a los movimientos de liberación nacional: los asesinatos, los secuestros, los atentados contra las explotaciones agrarias. Por debajo de las voces que denuncian atrocidades cometidas por los portugueses, hay un clamoroso silencio sobre las que los portugueses sufrieron. El triunfo de la Revolución de los Claveles y la influencia de la propaganda comunista que siguió a las jornadas del 25 de abril de 1975 levantó un muro de silencio y tejió una red de olvidos. Sospechar de las fuerzas armadas se convirtió en un signo de intelectualidad y progresismo.

Sin embargo, esa narración se está resquebrajando. Se empiezan a formular preguntas incómodas y se superan complejos impuestos desde fuera de Portugal. Ya en 2007, los telespectadores de la RTP1, la primera cadena de la televisión pública portuguesa, votaron a António Oliveira Salazar (1889-1970) como «el mayor portugués» de la historia. El segundo resultó Álvaro Cunhal (1913-2005), el histórico líder comunista. En tercer puesto quedó Aristides de Sousa Mendes (1885-1954), el cónsul general de Portugal en Burdeos que, en 1940, expidió visados para miles de judíos que huían de los nazis.

El proyecto de desclasificación de los documentos militares pretende alimentar un relato de desconfianza y, sobre todo, de deslegitimación de aquel periodo de la historia de Portugal. So pretexto de la transparencia, se intenta revitalizar una historia que va dando sus últimas bocanadas de aire. Las generaciones más jóvenes no han heredado por completo los complejos de las pasadas. Para ellas, el patriotismo no es tan sospechoso como para los nostálgicos de 1975. Ellos no han abrazado los tópicos que, en torno al pasado imperial, acuñaron la propaganda soviética y la estadounidense. Saben que, como la de todos los pueblos, la historia de Portugal tiene páginas oscuras, pero tiene otras luminosas y, por estas últimas, sienten un orgullo nacional que no necesitan disculpar.

André Ventura, presidente y portavoz de Chega! en la Asamblea, no había nacido en 1975 y, tal vez por eso, habla con una libertad refrescante. Se atrevió a mentar uno de los temas tabú en torno a las Guerras de Ultramar: los muertos portugueses. Criticó que se lanzase «un anatema sobre las fuerzas armadas portuguesas, sobre la historia de Portugal» y se pidiese disculpas «sobre todo a un país que nunca pidió disculpas por los millares de víctimas portuguesas». Recordó a los más de tres mil portugueses muertos a manos de los militares mozambiqueños después de la independencia. No restó gravedad a la Masacre de Wiriyamu, pero sí trajo a la memoria a aquellas familias portuguesas inocentes a las que nadie recuerda oficialmente. También advirtió del peligro que esa desclasificación podría suponer para los portugueses que aún viven.

Gabriel Mirthá Ribeiro, nacido él mismo en Mozambique, doctor en estudios africanos, diputado y vicepresidente de Chega! en la misma cámara, publicó en Observador un artículo en que advertía cómo la Masacre de Wiriyamu se había empleado con fines propagandísticos en el Mozambique independiente, donde, a partir de 1974-1975 se impusieron «prácticas de violencia totalitaria» también a los mozambiqueños.

Hay un uso político del relato histórico cuyo ciclo comenzó en la década de los 70 y que está tocando a su fin. Cada vez son necesarias mayores dosis de propaganda y adoctrinamiento en el autoodio para mantener una narración de la Guerra Fría construida sobre olvidos deliberados y que ahora se está desmoronando.

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