domingo, noviembre 24, 2024
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La debacle demográfica puede apear a China del podio de las potencias mundiales en la próxima década

Sectarismos ideológicos aparte, es comúnmente aceptado que la iniciativa pública tiene una mayor predisposición a asumir riesgos que el sector privado. En otras palabras, su apetito por el riesgo es mayor. Y lo es por dos motivos principalmente. El primero y fundamental es que el gobernante, el Príncipe, en terminología maquiavélica, no opera con recursos propios, sino con aquellos que extrae de sus gobernados. Pues bien, en términos generales, resulta evidente que la inversión y el gasto de dinero ajeno siempre se produce más alegremente que si se tratase de los ahorros propios. Este hecho lleva también a que exista un incentivo a no recabar la información necesaria o diseñar los planes adecuados que ayuden a minimizar el riesgo en una decisión de inversión por parte del Estado, lo que contrasta fuertemente con los enormes recursos que posee y que puede —si lo desea— dedicar a esta labor de planificación y toma de decisiones de una forma profesional.

A este motivo, de corte operativo, se le suma otro relacionado con la rendición de cuentas. Se trata de un aspecto que en la empresa privada está muy presente, pues el escrutinio de las decisiones y su gestión posterior por parte de consejos de administración y juntas de accionistas suele ser implacable. A su vez, también está muy presente el ‘test de mercado’ en el que la clientela de un producto o servicio es absoluta —y acertadamente— inclemente. En cambio, en el sector público, esta prueba no se da o, por lo menos, no con la misma intensidad. Además, la comunicación desde las instituciones públicas ha desarrollado una notable expertise en maquillar la realidad de forma que la crítica sea menos voraz, lo que junto al control de los medios de comunicación tradicionales y el hecho de que las elecciones se produzcan cada cuatro años dan relativa carta blanca a una toma de decisiones como mínimo errática, y en muchos casos errónea.

Pues bien, precisamente por los riesgos que el aparato estatal asume en operaciones de enormes proporciones, las consecuencias son también considerables, hasta el punto de merecer el calificativo de extraordinariamente exitosas o totalmente desastrosas. Estas líneas recogen, como se ve, una reflexión puramente descriptiva, que no valorativa, pues el ser humano —en su condición de inversor o, en su caso, votante— juzga la idoneidad de las decisiones y sus riesgos en función, especialmente, de los resultados que arroja semejante operación una vez ha sido ejecutada.

Si, por ejemplo, pensamos en el primer viaje de Colón, y su resultado, el Descubrimiento, pocos empresarios estaban dispuesto a sufragar semejante empresa. Fue la Corona de Castilla la que pudo «permitirse ese lujo» avalando la aventura que, no obstante, constituye una excepción, pues contó con el apoyo económico de la Santa Hermandad y los hermanos Pinzón. Después, por supuesto, aparecieron numerosas Compañías de las Indias para velar y regular el comercio marítimo. De ahí que esté bastante extendido el argumento de que, para empresas verdaderamente arriesgadas, la iniciativa pública es condición necesaria —que no suficiente—. Ningún privado en su sano juicio se atrevería a decir que sí a cruzar un océano a lo desconocido salvo desde una posición de riqueza y poder en la toma de decisiones muy poco frecuente.

De forma similar, podría argumentarse que la «conquista del espacio» jamás se hubiera producido —o hubiera tardado mucho más tiempo en llegar— de no ser por el empeño de las dos superpotencias de la época; EEUU y URSS, en su Guerra de las Galaxias. Sin esa «inversión inicial» no existiría hoy un boyante sector aeroespacial privado. Que el principal cliente de la NASA sea SpaceX, compañía de Elon Musk, es una cuestión de eficiencia y calidad en la prestación de un servicio, lo que por otro lado es una de las principales características del sector privado.

Estos dos ejemplos constituyen casos de éxito. Sin embargo, también hay rotundos fracasos. Y uno que llama poderosamente la atención ha sido el de la política demográfica seguida por China en el último medio siglo, con unas consecuencias tan graves que pueden apear al gigante asiático del podio de superpotencia mundial en la próxima década.

El colapso demográfico chino está configurado por un cúmulo de factores, de entre los que destacan el rápido decrecimiento y el envejecimiento de su población. La causa principal del primero de estos dos factores es la «política del hijo único», una de las políticas de planificación familiar y social más infames de la historia conocida, implementada entre 1979 y 2015, y diseñada para reducir el crecimiento de la población a la vez que contribuir a la mejora de sus condiciones de vida. Se trata de algo, por otra parte, de plena actualidad en Occidente, que bajo el discurso de la sobrepoblación lleva décadas tratando de reducir la tasa de fecundidad en otras latitudes a la vez que condena a sus propias sociedades a menguar irreversiblemente e incluso a desaparecer, como está sucediendo en los Países Bálticos.

Este año, China dejará de ser el país más poblado del mundo, cediendo el título a India, según las proyecciones demográficas de la Organización de las Naciones Unidas. China ha tenido la población más grande del mundo desde al menos 1950, cuando la ONU comenzó a llevar registros. Sin embargo, está previsto que su población disminuya de 1.426 mil millones este año a 1.313 mil millones para 2050 y por debajo de 800 millones para 2100. La gran disminución de la población se proyecta incluso asumiendo que la tasa de fertilidad total de China aumentará de 1,18 hijos por mujer en 2022 a 1,48 en 2100, que todavía será significativamente menor que la «tasa de reemplazo» de 2,1 hijos por mujer. Todo ello a pesar de la relajación de la política del hijo único del país, que se modificó para permitir dos hijos a partir de 2016 y tres hijos a partir de 2021.

En cuanto al envejecimiento de la población, se trata de un elemento que está ya ocasionando severos problemas económicos y sociales, pues la fuerza laboral también está reduciéndose y contribuyendo, por lo tanto, a una sobrecarga en el frágil sistema de bienestar o red de seguridad social chino. Según los propios medios de comunicación —estatales— chinos, el país ya se está acercando a un escenario de «envejecimiento moderado», en el que el 20% de su población tiene 60 años o más. Para 2035, se espera que ese porcentaje aumente al 30% —es decir, más de 400 millones de personas—, y para 2100, China puede tener más personas fuera de la población en edad laboral que dentro, duplicando su índice de dependencia —la proporción de su población que está fuera de la edad laboral en comparación con la proporción que está en edad laboral—. De hecho, según la estimación intermedia de la ONU, habrá más chinos fuera de la población en edad laboral que dentro de ella (una tasa de dependencia de 101,1) para el año 2079. Esto, en un país como China, es una hecatombe de enormes proporciones, pues carece de un sistema de bienestar garantista como el que se puede encontrar en la amplia mayoría de las sociedades occidentales y, además, muchos de esos hijos únicos han fallecido durante las últimas décadas, lo que según diversos estudios ha dejado a más de un millón de familias sin una generación posterior que los sostenga económicamente durante la jubilación y la vejez.

Dos elementos más se suman a esta tormenta demográfica perfecta. Por un lado, la fuerza laboral china está viéndose reducida también por la emigración, pues durante toda la serie histórica —fue en 1950 cuando la ONU comenzó con su base estadística del país asiático— China ha experimentado un saldo migratorio negativo. En 2021, por ejemplo, el país experimentó la salida de 200.000 personas, que, no obstante, está muy por debajo de lo que sucedía en los años noventa, cuando alrededor de 750.000 personas abandonaban China cada año. Como parte de sus proyecciones, la ONU pronostica que China continuará experimentando una migración negativa neta hasta el año 2100.

Finalmente, la política del hijo único también ha afectado gravemente al mercado matrimonial chino, pues debido a la alta proporción de nacimientos de hijos varones (preferidos a las mujeres como «hijos únicos»), se estima que el número total de excedente masculino alcanzará los 41,4 millones en 2043. Las ramificaciones de este problema son numerosas, desde sus implicaciones en la estabilidad social del país, hasta la presión que sufren muchas mujeres para casarse jóvenes —las que llegan a los treinta sin haber contraído matrimonio reciben el calificativo de «mujeres sobrantes»—, y la creación de todo un mercado de trata de personas, como el secuestro y comercio de mujeres de la región de Kachin en Myanmar, vecina de la provincia china de Yunnan.

Todo esto son las consecuencias de un grave error de cálculo por parte del régimen chino; un error que tiene difícil solución y que sólo pudo tener lugar porque los gobernantes tuvieron la potestas para llevar a cabo tan draconiana medida —algo que, por cierto, también llama la atención dentro de la visión largoplacista del gigante asiático en lo que a planificación se refiere—. Se trata también de una muestra más de que mientras que el Estado puede ser un garante de paz y estabilidad, la historia también demuestra que es el actor que más sufrimiento, muerte y destrucción ha causado. El Estado es siempre un Leviatán, esté hibernando o plenamente despierto, y precisamente por eso la vigilancia ha de ser constante. Por último, la política en cuestión y sus terribles consecuencias ponen también de manifiesto que los incentivos perversos para la asunción de riesgos son directamente proporcionales al grado de autoritarismo del régimen político del que se trate. ¿El motivo? A más autoritarismo, mayor capacidad extractiva y menor rendición de cuentas. Una combinación explosiva.

Por último, este análisis debería hacernos reflexionar acerca de los alarmismos neomalthusianos de sobrepoblación y escasez de recursos, pues la infrapoblación es un problema mucho mayor que su contrario. De forma inmediata, porque genera una inestabilidad social sin precedentes, produciendo enfrentamientos intra y entre generaciones y llevando al colapso de cualquier mercado de trabajo y sistema de bienestar. Y, en el largo plazo, porque las personas son los recipientes de una cultura, una tradición un legado, y por eso su desaparición supone una pérdida de un valor incalculable. Tomemos buena nota pues, si bien a otra velocidad, las tendencias poblacionales de España van por un camino peligrosamente similar, y las políticas familiares y de fomento de la natalidad brillan por su ausencia, convirtiendo a los hijos en verdaderos productos de lujo al alcance de muy pocos y condenándonos a un perpetuo invierno demográfico.

Fuente: La gaceta de la Iberosfera

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