CAMILO EGAÑA,
A finales de los años setenta mi madre había ganado cierta notoriedad en Cuba. Era bailarina y cada jueves aparecía en un programa de televisión en el que interpretaba, casi siempre, ‘’bailes de contenido revolucionario”, según la jerga de la época.
Un día su pareja de baile – uno que parecía nórdico hasta que abría la boca-, desapareció. No asistió al ensayo ni al programa que se emitía en vivo.
Treinta años después – ya había caído el Muro de Berlín-, alguien le preguntó a mi madre por la súbita desaparición de aquel bailarín; ella primero balbuceó algo y luego dijo que nunca le quedó claro qué hizo aquel hombre para terminar en la UMAP, e intentó seguir tejiendo.
Treinta años después, el tema seguía siendo incómodo para mi madre y supongo que para algunos más.
Las UMAP fueron las Unidades Militares de Ayuda a la Producción; los campos de trabajo forzado a los que Fidel Castro, entre 1965 y 1968, envió a “reeducar” a intelectuales, artistas, religiosos, hippies, homosexuales y también a los que habían solicitado su salida de la isla. Gente que afeaba su revolución. Pablo Milanés fue a parar a una de esas unidades.
Abel Sierra es ensayista e historiador, incisivo y lúcido. Un hombre que dice creer en la “política de la memoria”. Su libro sobre la UMAP tiene un título demasiado académico para mi gusto: El cuerpo nunca olvida. Trabajo forzado, hombre nuevo y memoria en Cuba (1959-1980). Podía haberle puesto El libro de la vergüenza.
Es un libro duro, acaso una de las investigaciones más rigurosas sobre el tema, pero es un libro que hay que leer con el pellejo curtido. Si eres cubano léelo como lo haría un apátrida, porque de lo contrario…
Sierra muestra todo el odio que la revolución acumuló contra los que se atrevieron a vivir sin permiso. Uno se pregunta cómo pudo engendrarse aquello, qué entusiasmo aupaba a aquel gulag gigante, en qué creían los que custodiaban aquellas plantaciones, de dónde sacaban fuerzas los cautivos. Eran cientos de campamentos y decenas de miles los secuestrados.
Por qué y cómo. Preguntémoslo con el mismo ímpetu que lo hacemos frente a experiencias similares en otros países: la Alemania de Hitler o la Rusia de Stalin. O la Argentina de la junta militar, para no ir más lejos. Hurgar y preguntar, aunque las respuestas se difuminen o no aparezcan. Y más de una boca siga sellada.
Muchísimos años después, aquel bailarín, pareja de mi madre en la televisión, regresó a Cuba. Venía de visita, había echado raíces, o algo parecido, en Viena. Llegó a nuestra casa con un ramo de flores y sin un reproche. Y mi madre volvió a quedarse sin palabras.