Itxu Díaz,
Muchas páginas, en libros y artículos, dedicó Rusell Kirk a establecer la esencia del conservadurismo. Su actitud nunca fue la de un dogmático, sino la de un espeleólogo con cierta claustrofobia. Quizá por eso reescribió sus propios postulados en varias ocasiones, corrigiendo aquí y allá lo que antaño había dado por sentado, puliendo el argumento; lo contrario que hacemos los columnistas hoy. En uno de sus artículos más célebres trató de hacer una síntesis de todo lo que antes había escrito: Diez principios conservadores. Bien visto. Desde lo de Moisés y el monte Sinaí, los progres se ponen nerviosos ante cualquier decálogo.
El anhelo de eternidad. Encabezan esos principios conservadores la defensa de un orden moral perdurable. También figura el vínculo necesario entre propiedad y libertad, dos conceptos a los que resulta alérgica Yolanda Diaz, la comunidad voluntaria frente al colectivismo involuntario, o la adhesión a la costumbre, la convención y la continuidad. Con todo, lo que aún llama mi atención es lo que Kirk llama principio de imperfección: «Siendo el hombre imperfecto, nunca se puede crear un orden social perfecto». El conservadurismo se levanta al fin sobre la asunción a medias entre la naturaleza caída del hombre y la Ley de Murphy.
Al cabo de los años, tras décadas de encarnada batalla de ideas entre izquierdas y derechas, es posible que lo esencial esté contenido en ese sexto principio de Kirk. El wokismo, por ejemplo, es el enésimo intento de imponer a las sociedades un modelo perfecto, mejor dicho, de lo que la izquierda considera que resultaría perfecto. Inclusión, diversidad, tolerancia, y un montón de palabras que, por otra parte, se desvanecen en cuanto escarbas y descubres que el proyecto progresista consiste en incluir sólo a una parte, en celebrar sólo determinada diversidad, y en ser tolerante sólo con sus iguales. Pero esa es otra historia. Dentro de su error colosal, la izquierda cree que el wokismo puede hacer del mundo un lugar perfecto.
Tal vez lo vemos más claro con el asunto climático. Sí, ya sabemos que es un negocio y una gran farsa para dinamitar el orden capitalista y someter a la población. Pero en la más bienintencionada de las interpretaciones de la política climática, asoma un pajarillo feliz cantando en un parque en la gran ciudad, rodeado de verde y cielos despejados, y tipos yendo a trabajar en bicicleta con una margarita en la boca. Dibujan un mundo ideal que no va a existir nunca.
Hay quien insiste en que el conservadurismo es una causa perdida porque lo permanente y la tradición siempre va a verse sobrepasado por el impulso del progreso; pero por lo general son tipos que piensan que el progreso del que hablan los políticos tiene algo que ver con un robot que te hace la cama y no con el cambio de sexo de menores de edad.
Lo cierto, en cambio, es que la única causa perdida en origen es aquella que nace herida de muerte: las ideas de la izquierda que se originan con la pretensión de crear un mundo ideal, ya lo hemos visto mil veces, invalidan todo su proyecto, siempre tendente al final a lo utópico y, como es imposible ordenar a tu antojo una sociedad, degenera en el totalitarismo y la violencia como única forma de sometimiento. Un sometimiento que, en cínica pirueta, se produce siempre «por tu bien».
Kirk dio en la clave. La imperfección. Nadie que tenga una mínima consciencia sobre la naturaleza humana puede soñar con un mundo ideal, perfecto y sin caos. Hacen falta muchas juergas en Ramsés para creer que el Imagine de Lennon es un paraíso posible y no una tontería aberrante, cuyos intentos de aplicación práctica conducen al hombre irremediablemente a la melancolía.