jueves, noviembre 28, 2024
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La gente de bien

Carlos García,

Sobre la mesa, cubierta con mantel a cuadros, servilletas de papel y modesta vajilla, vemos bígaros, erizos, navajas y un centollo. Hay vasos colmados de agua cristalina y, al fondo, una huérfana silla de madera que parece haber estado allí desde los tiempos de la abuela. Se trata de una fotografía íntima, hecha con un móvil, en un comedor de cuantos abrigan a tantas familias españolas. La imagen, publicada en una red social, está coronada por un mensaje que ensancha el naturalismo. Su autora se encuentra en una situación de poca salud y la escena inmortalizada abunda en tal circunstancia, el preludio de una intervención quirúrgica. 

Evoco esa realidad doméstica, su sencilla plenitud, ahora que la gente de bien (que no sería exactamente la gente bien) ha resurgido en el debate político. Clase media anacrónica, poco sostenible. Una especie secundaria del presente episodio nacional, carcomidos sus cimientos económicos y culturales. Estéticos: los amores empeñados, las desavenencias cotidianas, el trabajo y las pequeñas alegrías e, incluso, la posibilidad de mejorar. Sánchez se refiere a ella a veces en tono mesiánico, y uno sospecha que debe ser eso una conjunción de profesional cinismo y chulería sociata. Por supuesto, es clase indeseada por los poderes que trabajan a destajo para derruir lo mejor del pasado siglo, una capa social laboriosa y con una idea de la felicidad. Creyente todavía, ingenuidad sistémica, en un régimen que se devora desde dentro, pues los bárbaros pisan las alfombras palaciegas y legislan contra el orden setentero. 

Además, el futuro de la medianía lo han agendado ya ciertos intereses, digamos corruptos, digamos iliberales, y contempla una austeridad sin bígaros, centollas y ni siquiera mantel, quizás agua del grifo y un platazo de quinoa orgánica. Desconozco si a los obreros teutones, que sólo han visto una gamba cuando veranean en España, les parecerá dramático no comerla nunca más, pero dudo que renuncien al cotidiano würstel y a la fiesta de la cerveza. O si los napolitanos incendiarán las calles cuando la UE, en su plan de postración climática, prohíba los hornos en que se cocinan sus pizzas (ya hubo un intento años ha). ¿Y qué me dicen de aquellos sindicalistas aficionados a mariscadas pantagruélicas? En tal caso, como en el de los desayunos podemitas en el Ritz, el régimen hará la vista gorda. Imperfecciones del igualitarismo y la salvación planetaria. El nuevo capitalismo no promete ascender, sino –sibilinamente– hacer atractivo el descenso general. Sentir la dicha de una pobreza justa, heroica. En cualquier caso, y a tenor de las recurrentes convulsiones en la Historia humana, tengo mis dudas sobre el sometimiento europeo, social y gastronómico. Incluso en época de reguetón, tostadas con aguacate y TikTok.

El arisco siglo veintiuno aspira a ser un sofisticado epílogo a las funestas experiencias de la pasada centuria. Digo sofisticado porque comulgan tanto la nostalgia autoritaria como la fina deformación de la libertad, colmada de derechos y escasos deberes, excepto pagar impuestos y, al fin, morirse. La propaganda woke disfraza su chatarra de novedad, y esto cala e incluso convence entre la vagancia general y el ensimismamiento de pantalla táctil. Al mismo tiempo, dicho epílogo se vislumbra aburridísimo y feo. Enemigo de la sensualidad, la alegría y el libre albedrío. Por todas estas cosas, inoculadas con ahínco desde las más mediocres e ideologizadas alturas, me resulta atractivo e incluso estimulante reivindicar a la gente de bien. Es aire fresco, abrir las ventanas de un país de agrio y cargado ambiente. Significa volver al sentido común, a las vidas normales, sus principios, sus deslizamientos y sus accidentes. Evocar aquella mesa con mantel a cuadros, la silla vacía, el marisco y el deseo de vencer. Imaginario de la gente de bien.

Fuente: La Gaceta de la Iberosfera

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