HUGHES,
Quien habite el gimnasio o haya vuelto con el buen tiempo, en ese eterno retorno que es como un cortejo entre el ciclo estacional y la carne blanda o macilenta, habrá podido comprobar algo en la distribución sexual de los ejercicios físicos. Una forma de especialización. Los hombres, como es costumbre, mantienen la fijación en el tren superior. Musculan tronco y brazos. Es un clásico de los gimnasios y da lugar a la complexión ridícula de grandes torsos con piernecitas de alambre, los auténticos croissants humanos. La preferencia por el trabajo pectoral da lugar a una territorialidad muy curiosa alrededor de uno de los aparatos, el banco donde se hace el press de banca. Es el gran fetiche de los aficionados y hay colas por las mañanas para dejar la toalla allí como los bañistas se pegan por extenderla en la primera línea de playa.
Mientras el hombre hipertrofia su tren superior, la mujer tiende a centrarse, preferentemente, en el inferior. El trabajo de glúteos se convierte en obsesión cultural y se les da forma y volumen devolviendo a la actualidad, siglos después, a las venus calipigias.
El resultado de todo esto para el observador cuerpo-escombro o escuchimizado, con sus bracitos de tallarín, es ver el gimnasio como el mundo mítico de Aristófanes, cuando no existían hombres y mujeres: una superficie en la que van y vienen mitades humanas, seres con grandes pectorales o seres con grandes nalgas que parecen pendientes de completar. ¡Se perfeccionan mitades! Lo masculino y lo femenino se reformulan: lo varonil es pectoral, superior; lo femenino es inferior, culero y crural (muslero) y el acoplamiento de los sexos invita a pensar en una especie de feliz enroscamiento (como las dos partes del kínder sorpresa) que daría lugar a un nuevo ser perfecto y total de enorme culo y enorme torso. Hombres y mujeres ansían una unidad nueva y superhumana que se parece a lo que contaba Aristófanes en El Banquete.
Según este amigo de Sócrates, en el origen había seres andróginos completos de formas redondas con cuatro brazos, cuatro piernas y dos cuerpos unidos en una cabeza. Era tanta la fuerza y esplendor de estos seres que los dioses se sintieron desafiados y Zeus los dividió en hombres y mujeres. Desde entonces, quedaron dispersos por la tierra en formas incompletas que animadas por Eros buscan encontrar su otra mitad. El amor sería, por tanto, el abrazo unificador de dos mitades, la bestia de dos espaldas.
No sólo vemos a Aristófanes en el gimnasio. El amor es la forma en que dos cuerpos se fusionan en la cama y en el mercado laboral. Hay algo llamado la teoría de los dos cuerpos que estudia la manera en que las parejas resuelven la elección de su lugar de trabajo. La movilidad geográfica y funcional en las empresas obliga en ocasiones a que uno de los dos se sacrifique por el otro. Lo hacían las mujeres, pero ya no está tan claro. El teletrabajo, sin embargo, estaría ayudando a que los cuerpos se fusionen. Sería uno de los resultados positivos de trabajar desde casa. Un reciente estudio sobre 3.000 mujeres americanas ha observado una mayor probabilidad para encontrar pareja y para tener un hijo en las que teletrabajan. Un motivo es esa nueva movilidad, otro es la ganancia de tiempo familiar al no tener que desplazarse.
Los efectos del teletrabajo están por descubrir, pero cabe ser optimistas. Podemos soñar con una mujer profesional que, terminada su jornada laboral, hace ejercicios de suelo y sentadillas en el salón esperando al hercúleo varón informatizado, su mitad, en un acoplamiento perfecto de los sexos hecho de eros y tecnología.