HUGHES,
En la muerte de Dragó se ha repetido su condición de hombre libre. Lo han dicho, sobre todo, los que no le daban ya tribuna para escribir. Dragó se acercó a Vox en los últimos tiempos, sin embargo, son otros los que explotan su libertad. ¿Por qué? ¿Hasta cuándo? ¿Por qué Vox no coge esa bandera?
Dragó culminó, como poco antes Tamames, una interesante pinza entre los preboomer y postboomer, los que estaban antes y los que estarán después de la gran bumerada central de la vida española. En ese encuentro generacional se ponían en contacto hábitos, formas de vida, símbolos: el nieto se reconoce en el abuelo, hace suya su libertad distinta, y mata al búmer-padre.
La de Dragó era una libertad que se traducía en cosas concretas: la alegre libertad del folleteo donjuanesco y la gran contrarrevolución sexual de la testosterona, la libertad taurina, la libertad espiritual, la libertad farmacológica y química y la libertad de las disidencias políticas antiglobalistas. Ecologismos: el macho, el toro, lo divino, lo nacional, los mitos… Estas libertades no son las libertades centroliberalias, y sin embargo, ¿por qué siguen copando ellos esa palabra, tan bella y temible?
Vox podría reivindicarse como el lugar de la libertad mayúscula, político-individual, de una cierta libertad efectiva. Una libertad no estatalizada, no las mammónicas libertades neoliberales ni las quirúrgicas libertades transhumanistas de la izquierda, sino una libertad integral y espiritual muy anterior. Una libertad nacional, pero antes de eso, una libertad de solitarios… Una libertad hacia atrás, la historia, y hacia arriba, lo divino.
Dragó conoció y estimó a Jünger y él mismo sería la adaptación y popularización aquí de una de sus figuras: el anarca, un anarca de Soria, en este caso, un soberano de sí mismo. ¿Y no tiene sentido que, unida a la reivindicación de la soberanía nacional, se reivindicara la soberanía plena del individuo?
Soberanía de España, pero antes ¡soberanía del español solo!
Igualmente, ante la realidad amenazante del Estado total y global, ¿no debería conservar el individuo otra forma de totalidad (carne y espíritu) capaz de resistir? Esto da lugar a las formas internas de resistencia a la propaganda: el repliegue, la huida mágica, el orientalismo, la espiritualidad o el desapego que nos proponía Yarvin.
Ante el Estado-Sociedad total e ideológico se hace necesario un individuo resistente. Ese desapego ha de ser el de un sujeto soberano, unido a lo elemental, al espíritu, a la tradición…
Dragó vendría a ser el divulgador y popularizador español de una rebeldía así, simpática, no extrema, traducida a los placeres carnales y a la rebelión masculina ante el asedio feminista y la decadencia hormonal. Dragó sería anarcolandismo. Y ese anarcolandismo es la libertad del español actualizada y llevadera, sin ascetismos ni heroísmos imposibles.
En el límite pugnan dos tipos: el landismo partitocrático del tito Bernie y el anarcolandismo. ¡O uno u otro! Pero si no es en esos términos, el español no lo entiende.
¿No debería Vox hablar a ese español libre y atreverse a decir más la palabra libertad?
Aunque el vitalismo sexual dragonita podría conmover cierto hedonismo en el macho pepero, esta figura del libérrimo no hace frontera con el PP sino más bien con el abstencionista y el conspiranoico, caladeros más naturales para Vox.
La izquierda quiere reducir a Dragó a una figura estrafalaria en lo sexual, pero es más que una revuelta viril española. Es la versión ibérica del anarca jungeriano y del disidente escapista, figuras que Vox debería hacer suyas.
Vox no sería así sólo un partido de orden e identidad nacional sino, además, el partido de la libertad individual y de las resistencias heterogéneas. De los libres, de los raros, de aquéllos a los que el tiempo va expulsando.
Tamames enseñó la posibilidad de un tono distinto y Dragó recuerda, frente al triste duopolio de las libertades socioliberales, una libertad distinta que Vox podría enarbolar.