Alberto Benegas Lynch,
Lo consignado en el título es repetido como una cantinela permanente. Tomado literalmente es una verdad de Perogrullo pero lo que en realidad se quiere decir es que la teoría no resulta relevante, puesto que lo importante es la práctica. Pero resulta que las cosas son exactamente al revés. No hay acción sensata que no esté respaldada en una buena teoría, de allí lo dicho por Peter Drucker en cuanto a que “nada hay más práctico que una buena teoría”.
Hay dos planos de acción que es perentorio clarificar y precisar. Esta diferenciación de naturalezas resulta decisiva al efecto de abrir cauce al progreso. Constituye un lugar de los más común -casi groseramente vulgar- sostener que lo importante es el hombre práctico y que la teoría es algo etéreo, más o menos inútil, reservado para idealistas que sueñan con irrealidades.
Esta concepción es de una irresponsabilidad a toda prueba y revela una estrechez mental digna de mejor causa. Todo, absolutamente todo lo que hoy disponemos y usamos es fruto de una teoría previa, es decir, de un sueño, de un ideal, de un proyecto aún no ejecutado. Damos por sentado nuestros zapatos, el uso del avión, la televisión, la radio, internet, el automóvil, el tipo de comida que ingerimos, las medicinas a que recurrimos, los tipos de edificaciones, la iluminación, las herramientas, los fertilizantes, plaguicidas, la biogenética, la siembra directa, los sistemas políticos, los regímenes económicos etc. etc. Todo eso y mucho más, una vez aplicado parece una obviedad, pero era inexistente antes de concebirse como una idea de teoría en la mente de alguien.
Seguramente, en épocas de las cavernas, quienes estaban acostumbrados al uso del garrote les pareció una idea descabellada el concebir el arco y la flecha y así sucesivamente con todos los grandes inventos e ideas progresistas de la humanidad. En tiempos en que se consideraba que la monarquía tenía origen divino, a la mayoría de las personas les resultó inaudito que algunos cuestionaran la idea y propusieran un régimen democrático.
Los llamados prácticos no son más que aquellos que se suben a la cresta de la ola ya formada por quienes previa y trabajosamente la concibieron. Los que se burlan de los teóricos no parecen percatarse que en todo lo que hacen son deudores de ellos, pero al no ser capaces de crear nada nuevo se regodean en sus practicidades. Todo progreso implica correr el eje del debate, es decir, de imaginar y diseñar lo nuevo al efecto de ascender un paso en la dirección del mejoramiento. Al práctico le corren el piso los teóricos sin que aquel sea para nada responsable de ese corrimiento.
El premio Nobel Friedrich Hayek ha escrito que “aquellos que se preocupan exclusivamente con lo que aparece como práctico dada la existente opinión pública del momento, constantemente han visto que incluso esa situación se ha convertido en políticamente imposible como resultado de un cambio en la opinión pública que ellos no han hecho nada por guiar”. La práctica será posible en una u otra dirección según sean las características de los teóricos que mueven el debate. En esta instancia del proceso de evolución cultural, los políticos recurren a cierto tipo de discurso según estiman que la gente lo digerirá y aceptará. Pero la comprensión de tal o cual idea depende de lo que previamente se concibió en el mundo intelectual y su capacidad de influir en la opinión pública ordenada y gradualmente a través de sucesivos círculos concéntricos y efectos multiplicadores desde los cenáculos hasta los medios masivos de comunicación.
En todos los órdenes de la vida, los prácticos son los free-riders (los aprovechadores o, para emplear un argentinismo, los “garroneros”) de los teóricos. Esta afirmación en absoluto debe tomarse peyorativamente puesto que todos usufructuamos de la creación de los teóricos. La inmensa mayoría de las cosas que usamos las debemos al ingenio de otros, incluso prácticamente nada de lo que usufructuamos lo entendemos ni lo podemos explicar. Por esto es que el empresario no es el indicado para defender el sistema de libre empresa porque, como tal, no se ha adentrado en la filosofía liberal ya que su habilidad estriba en realizar buenos arbitrajes (y, en general, si se lo deja, se alía con el poder para aplastar el sistema), el banquero no conoce el significado del dinero, el comerciante no puede fundamentar las bases del comercio, quienes compran y venden diariamente no saben acerca del rol de los precios, el telefonista no puede construir un teléfono, el especialista en marketing suele ignorar los fundamentos de los procesos de mercado, el piloto de avión no es capaz de fabricar una aeronave, los que pagan impuestos (y mucho menos los que recaudan) no registran las implicancias de la política fiscal, el ama de casa no conoce el mecanismo interno del microondas ni de la heladera y así sucesivamente. Tampoco es necesario que esos operadores conozcan aquello, en eso consiste la división del trabajo y la consiguiente cooperación social. Es necesario sí que cada uno sepa que los derechos de propiedad deben respetarse para cuya comprensión deben aportar tiempo, recursos o ambas cosas si desean seguir en paz con su practicidad y para que el teórico pueda continuar en un clima de libertad con sus tareas creativas y así ensanchar el campo de actividad del práctico.
Desde luego que hay teorías efectivas y teorías equivocadas o sin un fundamento suficientemente sólido, pero en modo alguno se justifica mofarse de quienes realizan esfuerzos para concebir una teoría eficaz. Las teorías malas no dan resultado, las buenas logran el objetivo. En última instancia, como se ha dicho “nada hay más práctico que una buena teoría”. Consciente o inconscientemente detrás de toda acción hay una teoría, si esta es acertada la práctica producirá buenos resultados, si es equivocada las consecuencias del acto estarán rumbeadas en una dirección inconveniente respecto de las metas propuestas.
Leonard E. Read en su libro titulado Castles in the Air nos dice que “contrariamente a las creencias populares, los castillos en el aire constituyen los lugares de nacimiento de toda la evolución humana; todo progreso (y todo retroceso) sea material, moral o espiritual implica una ruptura con las ideas que prevalecen”. Las telarañas mentales y la inercia de lo conocido son los obstáculos más serios para introducir cambios. Como hemos señalado, no solo no hay nada que objetar a la practicidad sino que todos somos prácticos en el sentido que aplicamos los medios que consideramos corresponden para el logro de nuestras metas, pero tiene una connotación completamente distinta “el práctico” que se considera superior por el mero hecho de aplicar lo que otros concibieron y, todavía, reniegan de ellos los que, como queda dicho, hicieron posible la practicidad del práctico.
Como queda dicho, afirmar que “una cosa es la teoría y otra es la práctica” es una de las perogrulladas más burdas que puedan declamarse, pero de ese hecho innegable no se desprende que la práctica es de una mayor jerarquía que la teoría, porque parecería que así se pretende invertir la secuencia temporal y desconocer la dependencia de aquello respecto de esto último, lo cual no desconoce que la teoría es para ser aplicada, es decir, para llevarse a la práctica. Por eso resulta tan grotesca y tragicómica la afirmación que pretende descalificar al sostener aquello de que “fulano es muy teórico” o el equivalente de “mengano es muy idealista” (bienvenidos los idealistas si sus ideales son nobles y bien fundamentados, en este sentido, el presente artículo también podría haberse titulado “La importancia de los idealistas”).
Si se desea alentar el progreso debe enfatizarse la importancia del trabajo teórico y el idealismo, y no circunscribirse al ejercicio de practicar lo que ya es del dominio público. Por ello resulta tan estimulante el comentario de George Bernard Shaw cuando escribe que “Algunas personas piensan las cosas como son y se preguntan ¿por qué? Yo sueño cosas que no son y me pregunto ¿por qué no?”.
En política se suele decir que no resulta posible aplicar lo que aún no se ha entendido, por ende debe conformarse con una dosis menor de lo que resulta mejor lo cual para nada significa bajar la vara de lo que se estima es óptimo solo que resta tiempo para “educar al soberano”. Esa es la gran faena de los intelectuales: correr el eje del debate de los políticos vía la previa influencia en la opinión pública.
En este contexto resulta de gran interés subrayar la capacidad y unicidad de cada persona al efecto de desarrollar sus potencialidades en busca del bien y así contribuir a la formación de teorías adecuadas para ponerlas en práctica. Lo extraordinario del ser humano es que cada uno es único e irrepetible en el cosmos aún teniendo en cuenta los pastosos experimentos con la clonación ya que el aspecto central del hombre no son sus kilos de protoplasma sino su psique que no es susceptible de clonarse puesto que excede lo puramente físico. Como hemos escrito antes, si esto último no fuera así, si estuviéramos determinados por los nexos causales inherentes a la materia, no habría tal cosa como proposiciones verdaderas y falsas, ideas autogeneradas, ni la posibilidad de revisar los propios juicios y el mismo debate sobre el determinismo carecería por completo de sentido puesto que la argumentación presupone el libre albedrío.
Entonces, aquellas condiciones únicas, aquellos talentos, vocaciones y potencialidades que son característica exclusiva de cada uno, deben desarrollarse para ser esa persona especial que cada uno es. En la medida en que el hombre renuncia al cultivo de sus condiciones particulares en dirección a la excelencia para asimilarse a lo que piensan, dicen y hacen otros, está, de hecho, abdicando de su condición natural para convertirse en una impostura humana. El hombre masificado es, en definitiva, un aglomerado sin perfil propio, es un conjunto amorfo e indistinguible del grupo.
No puede escribirse sobre este tema sin recordar a Ortega y Gasset, a Gustave Le Bon y, antes que ellos, a los horrores de la masificación señalados por Jerome K. Jerome (The New Utopia de 1891), Yevzeny Zamyatin (We de 1921). También cabe recordar las obras de Orwell, Alduous Huxley, David Reisman (The Lonely Crowd), C.S. Lewis (The Abolition of Man) y, más contemporáneamente, el trabajo de Taylor Caldwell (The Devil´s Advocate). Todos ellos desde ángulos distintos y explorando diversas avenidas, ponen de manifiesto preocupaciones múltiples de lo que ocurre cuando el hombre se deja deglutir por lo colectivo.
Esta renuncia a ser propiamente humano, esta falsificación de nuestra naturaleza, esta grosera adulteración de la única especie conocida que posee el atributo de ser libre, conduce por lo menos a tres efectos que colocan al hombre en el subsuelo más sórdido y lastimoso que pueda concebirse. En primer lugar, se pierde a sí mismo y, por ende, no saca partida de sus potencialidades en busca del bien y, de este modo, amputa sus posibilidades de crecimiento y realización personal. En segundo término, priva a sus semejantes de disfrutar de aportes y contribuciones que reducen el espacio para la cooperación social recíproca. Y, por último, al fundirse en el conjunto, estos sujetos se embarcan en andariveles que conducen a la búsqueda del común denominador: a lo más bajo y embrutecedor, a las frases hechas, al acecho de enemigos, a la envidia y el resentimiento para con lo mejor, a la ausencia de razonamientos, a los cánticos agresivos, en suma, a la barbarie que siempre capitalizan los megalómanos sedientos de poder, todo lo cual, de más está decir, constituye un peligro manifiesto para la privacidad de quienes conservan un sentido de autorespeto y dignidad.
En La psicología de las multitudes, Le Bon escribe que “en las muchedumbres lo que se acumula no es el talento sino la estupidez”. Cuando lo mencionamos a Ortega en esta nota, naturalmente teníamos en mente La rebelión de las masas, pero, a nuestro juicio, los mejores escritos de este filósofo se encuentran recopilados en El hombre y la gente. Allí dice que “La gente es nadie […] Hoy se diviniza lo colectivo […] la sociedad, tiende cada vez más a aplastar al individuo, y el día que pase esto habrá matado la gallina de los huevos de oro”.
Desde la más tierna infancia, muchas son las personas que reciben un insistente adoctrinamiento para huir de la idea de ser distinto y se inculca hasta el tuétano la necesidad de parecerse al otro. Se crea así un complejo que aleja las posibilidades de sobresalir y se crea un acostumbramiento a mantenerse a toda costa en la media.
En gran medida nos encontramos con que hay la obsesión por aparecer “ajustado” a las conductas y pensamientos de los demás, por tanto, a convertirse en un hombre impostado que, a fuerza de imposturas, se transforma en los demás. Esa es la raíz de las crisis existenciales: la pérdida de identidad. John Dos Passos -uno de los novelistas estadounidenses más destacados del siglo veinte- sugiere que se “consulte hoy a cualquier sociólogo sobre el significado de la felicidad en el contexto social y seguramente responderá que significa ser ajustado”. La felicidad ya no sería la plena realización, sino la uniformidad con los otros y en dejarse arrastrar y devorar por el grupo en caída libre a un bulto inidentificable, antihumano y degradado. El hombre así se convierte en una caricatura grotesca, como decimos, en una lamentable impostura que amputa la posibilidad de explorar otras teorías.