ESPERANZA RUIZ,
«Yo no tengo la testosterona necesaria para este trabajo». Lo dice sin hacer contacto visual y algo ruborizada. No es operaria en Altos Hornos ni bombero de grandes catástrofes. Es una mujer inteligente y formada y tiene una prometedora carrera en consultoría tecnológica. Su confesión esconde otra más vergonzante, más íntima. Inefable. Le ha costado algunas noches, negando el cansancio y la angustia, ponerle nombre a su esencia. Salir del armario.
Roza la treintena y no se había preguntado antes cómo iba a criar niños llegando exhausta a casa a diario a las nueve de la noche. Hasta ahora ha ido superando holgadamente todas las pruebas en las que la sociedad le preguntaba si era igual a un hombre. Si iba a sacar adelante unos estudios que no fueran excesivamente femeninos, si iba a pelear por su puesto con la garra de un tío, si iba a enseñar los dientes al adversario. Proteger, mantener, conservar, preservar, civilizar. Lo llaman alienación del mundo patriarcal cuando es un rechazo al poder como pulsión de muerte. Emoción, sensibilidad, instinto, cuidados. La generación iconoclasta ha probado el intercambio de roles, se divirtió un tiempo asumiendo consignas libertarias. Nacieron bajo el pulso del totalitarismo feminista a la «tiranía» masculina. Ahora quieren lo suyo.
Pregunto a mi alrededor. «Mañana mismo». «Para mi carácter ha sido bueno estar en el mercado laboral, pero es hora de parar». «Si nos alcanzara con el sueldo de mi marido, no lo pensaba dos veces». «Fulanita lo ha hecho, con mucha valentía, renunciando a parte de las comodidades de las que disfrutaba, pero ganando en lo importante».
Resulta que ahora el techo de cristal es el de la vitrocerámica. Lo estigmatizado, lo prohibido, la traición a la conquista social, lo sonrojante es volver al hogar. Quedarse.
El feminismo radical –máquina de fabricar igualdad, un bloque, una ambición prometeica, un brazo, como Torrente, del capitalismo– ha desactivado el derecho a disentir y decidir.
La filósofa feminista Elisabeth Badinter lo explica mejor: «Borrar cinco mil años de distinción de los roles y los universos». Éric Zemmour, político francés, interpreta las consecuencias: «La profecía de Karl Marx se ha hecho realidad, el capitalismo, auténtica fuerza revolucionaria de la historia, ha destruido concienzudamente todos los vínculos tradicionales; la familia patriarcal – el famoso matrimonio– era el último bastión que se le resistía, el último obstáculo para la mercantilización del mundo».
Apunta que la incorporación de la mujer al mercado laboral recuerda al Ejército reservista del que hablaba el autor alemán. Éste, formado por un subproletariado de parados, infracualificados, inmigrantes, empuja mecánicamente a la baja los salarios de los obreros a favor del margen de beneficio. Las mujeres asalariadas constituirían una especie de segundo Ejército de reserva: bien formadas, valientes, organizadas, ávidas de las nuevas libertades emancipatorias. Con la mundialización de finales de los 90 se pasa a una nueva etapa: los salarios de las mujeres no alcanzan a los de los hombres, sino que los de éstos bajan un poco al nivel de los primeros. Todos desmotivados, precarizados, proletizados. Dos sueldos y no llegamos.
Liberada del destino del ama de casa del siglo pasado vacua y sumisa, con delantal almidonado y adicta al Optalidón, para encontrarla en nuestros días pertrechada con trajes sastre de firma, meetings transatlánticos, ansiolíticos y autonomía financiera, la mujer es un caramelito para las grandes empresas mundiales. El consumo de la familia tradicional, de microondas y lavavajillas, es austero y aburrido. El mercado, en su táctica y estrategia, nos quiere alegres, lúdicos, festivos, adquiriendo productos cuyo precio depende ante todo de la fuerza imaginaria. De la producción se encargan los chinos; los europeos de la vida en rosa.
Le rose qu’on nous propose/
El rosa que nos propone
d’avoir les quantités de choses/
Tener cantidad de cosas
qui donnent envie d’autre chose.
Que te hacen querer otras cosas
On nous inflige des désirs que nous afligen.
Nos infligen deseos que nos afligen
El feminismo ideológico tutela al gineceo y le ofrece soluciones para conciliar la vida familiar y laboral que niegan su esencia porque insiste en la indiferenciación, en la deconstrucción sexual. La sociedad, convenientemente anestesiada, equipara poder y felicidad, bienestar y consumo, emancipación y libertad.
Decía Chesterton que quienes hablan contra la familia no saben lo que hacen porque no saben lo que deshacen. La madre presente en la infancia y desarrollo de su prole es la que posibilita el arraigo, la que crea el vínculo, la que ofrece el amor incondicional que todo ser humano viene precableado para recibir. Nunca, fuera del núcleo familiar, el individuo volverá a ser aceptado de esa manera. El apego, la compasión, la belleza y el compromiso no lo enseñan las pantallas ni las actividades extraescolares. La educación, también la afectiva, es un derecho que, como correlato, exige un deber. Éste queda a cargo de los padres, no del Estado. El monitor municipal no atiende, en julio, heridas emocionales de abandono. La posibilidad de que una mujer elija el cuidado de su familia debe ser contemplada como una aportación al bien común y por tanto, la sociedad debe cooperar a que, alta ejecutiva o cajera de supermercado, puedan optar por la dedicación y la dicha doméstica. Ayudar al asombro, descubrir el mundo, proteger y mostrar un lugar seguro al que volver está íntimamente relacionado con la plenitud en muchas mujeres.
De poco sirve decir, para quien suspende el juicio en favor de la consigna, la causa ideológica o la subvención, que nada de lo anterior obliga a quedarse en casa. Se trata de entender que nadie es más libre que quien conoce bien sus renuncias.