HUGHES,
Más que la mezquindad necropolítica del gobierno, que ya no sorprende, lo que impresiona estos días con José Antonio Primo de Rivera es la criminosidad hiriente de algunas voces. Se desprecia la condición de víctima de José Antonio, cuya ejecución, por republicana, se da por buena. Bien muerto está, parecen decir. Estremece la extensión del odio, un odio que ya atraviesa los siglos y se entremezcla, en su deforme monstruosidad, con el desinterés absoluto de la gente. Este deforme sectarismo convive con la indiferencia popular y el efecto deja una fuerte sensación de irrealidad.
Si uno se fija en el metro, en las expresiones suspendidas de la gente, ¿dónde puede aparecer José Antonio? Si llegaran a saber quién es, su misma muerte se consideraría absurda. ¿Morir por España? ¿Por unas ideas? ¿Defendiendo el honor del padre? ¿Pidiendo reconciliación? El 78 debería haber inscrito sus palabras últimas como lema oficial, pero no lo hizo, y el desentendimiento y ocultación de José Antonio dan la cara décadas después.
Pero la humillante exhumación va más allá del sectarismo. En realidad lo deja atrás, lo supera. El gobierno y su orquestina mediática parecen burlarse ya de la propia seriedad, de la gravedad del personaje. Antes que un izquierdas contra derechas, parece ya un combate de lo frívolo imperante con las formas de seriedad y solemnidad de la vida española… El siglo XXI español se ríe del siglo anterior mientras lo esquematiza y caricaturiza.
Pero al sacar a José Antonio de la tumba lo sacan también a colación y esto quizás nos permite volver a mirarlo con otros ojos. ¿Es cada exhumación de José Antonio una oportunidad para entenderlo de nuevo? Está lo suficientemente lejos para ser materia de historia, pero no tanto para perder su gran resonancia política.
Puede ser una ayuda para ello el estupendo artículo que Arnaud Imatz publicó en Ideas. Imatz, estudioso de su figura, nos da la posible actualidad del gran desconocido. José Antonio Primo de Rivera, para empezar, como intento español de la tercera vía, ni derechas ni de izquierdas. Por ello, a una cierta derecha le roba el sentido de vida nacional y espiritual; a la izquierda, la exclusiva de la preocupación social. José Antonio quita algo a las dos, se hace también odioso a ambas. Lo que decía aquel poema de Rosales: la derecha siempre hablando de España, la izquierda siempre hablando del obrero, y él coge los dos temas, pues han de ir juntos, los hace suyos, y los pone al servicio de una reformulación.
Y ojo a esta reformulación, porque es, a la vez «tradicionalista y revolucionaria». José Antonio acude a las fuentes políticas españolas, y no se queda en ellas para un decadentismo pasivo ni un tradicionalismo embalsamado sino que las quiere llevar críticamente a la modernidad. Reacciona a algo contemporáneo, al momento palpitante, a la revolución socialista, y en ese momento inmediatísimo, de puro presente, acude con la fuerza de lo tradicional. Esa tensión con lo nuevo es conflictiva, de difícil creatividad, pero ya no se limita a la negación ni a la mera imitación foránea.
Y las dos cosas, tercera vía y tradición actualizada, las pone al servicio de una base cristiana. Es una especie de «caballero cristiano», dice Imatz, y eso se percibe en su vida ética, su abrazo final, y en su objetivo político último: darle al individuo, a cada español, una posibilidad de realización espiritual más allá de lo material. Dar pan, pero no solo pan.
Lo dice Imatz, «síntesis superadora» de la oposición derecha-izquierda, eso pretendía José Antonio. Superar el unos contra otros hacia otra cosa, lo que pasaba también por un inevitable momento unitario. Este régimen y época, sin embargo, ha reducido el pluralismo a esa dialéctica detenida y vive evitando esa superación: los españoles como títeres de cachiporra en un combate eterno. O, simplemente, una farsa que abona la gran despolitización del personal.