Ricardo Ruiz,
El cuadro se hizo famoso por la película Novecento (Bertoucci, 1976), que narra en clave épica las luchas obreras a partir de la amistad entre Olmo, hijo de trabajadores de una finca, y Alfredo, nieto del terrateniente. El lienzo se titula, en realidad, El cuarto estado y es obra de Giuseppe Pellizza da Volpedo (1868-1907), que lo pintó en 1901. La obra se exhibe en la Galleria d’Arte Moderna de Milán y representa una marcha de trabajadores —hombres y mujeres— caminando en dirección al espectador con el sol de cara. Se trata de un canto a la unidad y la solidaridad entre los trabajadores, que sólo disponían de la fuerza de sus brazos y su determinación para enfrentarse a condiciones que llegaban a ser terribles. Apenas 10 años antes de nuestro cuadro, el Papa León XIII publicaba la encíclica Rerum Novarum. Sus primeras líneas son ya un vaticinio de las fuerzas que se desbordarían en el siglo XX, es decir, en nuestro tiempo: «Despertado el prurito revolucionario que desde hace ya tiempo agita a los pueblos, era de esperar que el afán de cambiarlo todo llegara un día a derramarse desde el campo de la política al terreno, con él colindante, de la economía. En efecto, los adelantos de la industria y de las artes, que caminan por nuevos derroteros; el cambio operado en las relaciones mutuas entre patronos y obreros; la acumulación de las riquezas en manos de unos pocos y la pobreza de la inmensa mayoría; la mayor confianza de los obreros en sí mismos y la más estrecha cohesión entre ellos, juntamente con la relajación de la moral, han determinado el planteamiento de la contienda».
Este Primero de Mayo uno siente cierta nostalgia de esa unidad en torno a la lucha por el trabajo, cuyo futuro es tan incierto. Por desgracia, la quiebra de esa solidaridad no viene tanto por el eje derecha-izquierda, sino más bien por la tensión entre las clases populares y las élites globales de nuestro tiempo. La aparición de clases sociales como el precariado y la managerial class —los gestores de los procesos de generación de deseos y producción de bienes y servicios— no nos debería distraer de la tensión entre una minoría, dueña de los medios de producción y también de los dispositivos de generación de deseos y distribución de bienes y servicios, y una masa cada vez mayor de ciudadanos a los que se les trata de imponer el modo de vida y el sistema de valores que legitima a esa minoría. Como señala Vivek Ramaswamy en Woke, Inc, el sentido de las pretendidas luchas sociales del movimiento woke es distraer la atención de la «búsqueda monolítica del beneficio y el poder» por parte de esa minoría.
Es inevitable pensar que hoy el debate sobre el futuro del trabajo está mediatizado por los dispositivos de control y orientación de la opinión pública que comienzan con la «policía del lenguaje» y terminan en la «cancelación». Impugnar el modelo de sociedad que esos empresarios pretenden imponer implica el riesgo de quedar sumido en el silencio o de sufrir campañas despiadadas. Recuerden a los camioneros canadienses o, más recientemente, a los campesinos neerlandeses que protestaban contra las políticas que, so pretexto de salvar el clima, abocan a la pobreza a miles de granjeros.
De la precarización no se salvan ni las profesiones liberales. El pasado jueves cientos de abogados se manifestaron frente al Congreso de los Diputados para reclamar no sólo condiciones dignas para el Turno de Oficio, sino medidas de ejercicio y protección de derechos esenciales como la conciliación de la vida laboral y familiar. Los estudios sobre la fragilidad del empleo en sectores como el periodismo es una de las claves para comprender el deterioro del debate público. La independencia de quienes quieren informar u opinar libremente puede llegar a tener un coste elevadísimo.
Ahora más que nunca necesitamos rescatar la categoría del trabajo en sí misma y no como un pretexto para enmarcar la Agenda 2030. Aquí debemos estar alerta: la ideología woke tiene una formidable capacidad de mutar y adaptarse a todo discurso para terminar secuestrándolo. A los manifestantes que se echan a la calle contra la reforma de las pensiones en Francia les han repetido que «las pensiones y el clima son el mismo combate». Me temo que, al final, perderán las pensiones y ganarán los activistas del clima, que forman parte de esa élite global que ha hecho de la protesta y el miedo dos lucrativos negocios.