JOSÉ JAVIER ESPARZA,
Hay un cierto número de cosas que todos los hombres de todos los tiempos han considerado siempre elementales, primarias, irrenunciables. En primer lugar, por supuesto, la vida, condición sine qua non de cualquier otra cosa, tan preciada que incluso se puede entregar la propia vida por defenderla. No es una contradicción, porque ese derecho a la vida que se defiende no atañe sólo a la vida de uno, sino, sobre todo, a la de los prójimos. Muy particularmente a la de los hijos, típico ejemplo de causa que justifica cualquier sacrificio. El derecho a los hijos es otra de esas cosas irrenunciables. Los romanos lo formalizaron con el concepto de «patria potestad», que no traduce tanto un derecho personal sobre los hijos como, sobre todo, el derecho a que nadie te los quite. Del mismo modo, todos los hombres de todos los tiempos han peleado por la libertad personal, es decir, no ser de otro, no ser esclavo. E igualmente los hombres se han alzado por el derecho a la propiedad, que no implica sólo la legítima posesión de las cosas, sino también que nadie te las pueda quitar.
En las últimas semanas, en España, el Tribunal Constitucional ha decidido que el derecho a la vida es relativo y que hay vidas que tienen más derecho que otras. El mismo tribunal ha avalado una ley de educación cuyo principio rector es que «los hijos no son de los padres». En estos días hemos sabido, asimismo, que la presión fiscal en España ha superado el 46%, es decir, que prácticamente la mitad de nuestro trabajo se nos confisca, lo cual representa una evidente mutilación de la autonomía individual. También estamos escuchando a distinguidas voces del mandarinato político anunciar la implantación del modelo de «ciudad de quince minutos», idea que podría ser simpática si no fuera porque implica la limitación punitiva de la movilidad personal. Todo ello mientras el Gobierno catalán, apurando el propósito del ejecutivo nacional, aprueba una ley de vivienda que atribuye al poder el derecho de decidir qué vivienda puede ser expropiada, es decir, una negación expresa del derecho de propiedad.
Vida, hijos, autonomía personal, propiedad… Ese tipo de cosas por las que todos los hombres de todos los tiempos se han levantado. Ese tipo de cosas por las que hoy, sin embargo, sólo unos pocos alzan la voz. Porque el poder ha logrado convencer a una buena parte de los ciudadanos de que su libertad consiste en obedecer. El poder siempre ha gritado «¡obedéceme!» al pueblo, eso no es novedad. La novedad es que sea el pueblo el que le grita al poder «¡mándame!».
En las postrimerías del imperio romano de occidente, en una atmósfera general de corrupción, desorden y despotismo, con hordas de bárbaros vagando por los campos, muchos ciudadanos —lo cuenta Salviano de Marsella— decidieron abandonar la ciudad y, literalmente, hacerse bárbaros. Se los llamó bagaudas. Era una decisión preñada de consecuencias trascendentales, porque para el romano, como para el griego, no había vida moral fuera de la ciudad, y abandonar el orden equivalía a asumir los riesgos del esclavo. Pero la opresión era tal que aquella gente, como dice Salviano, prefirió «vivir libremente con el nombre de esclavos, antes que ser esclavos manteniendo sólo el nombre de libres». Hoy no cabe echarse al monte, porque también éste se halla sometido a la misma tiranía que la ciudad, así que no encontraremos bagaudas en las cañadas. Pero tal vez sí quepa construir una bagauda del espíritu, una bagauda interior, que se las arregle para mantener vivas todas esas cosas elementales, primarias, irrenunciables. Y dejar de ser esclavos.