Javier Torres,
Si el Sevilla es ejemplo de algo es que se pueden hacer grandes cosas sin apenas dinero ni apoyo del poder. Que es posible alcanzar la gloria siete veces sin tener el mayor presupuesto ni ser el predilecto de los gurús al comienzo de cada temporada. Rara avis, siempre que conquistó Europa había enfrente un ejército más poderoso y laureado, y cuando él atesoró más galones que su rival tampoco mereció la vitola de favorito. Daba igual: el resultado siempre fue la victoria.
Desde luego, nadie podía aventurar hace un par de décadas los días de vino y rosas que hoy embriagan al Sevilla. El siglo XXI comenzó con el club penando en segunda y ahogado por las deudas hasta el punto de no tener —literalmente— ni para comprar balones. Como la escasez agudiza el ingenio los dirigentes hicieron entonces de la necesidad virtud. Así, un portero ramplón que había dejado el fútbol se convirtió de la noche a la mañana en el director deportivo de la entidad. Hoy, digan lo que digan sus muchos detractores al norte y sur de Despeñaperros, Monchi es el mejor del mundo en su puesto.
Se produjeron más milagros. El primero fue regresar a primera gastando la friolera de cero pesetas para confeccionar una plantilla con tipos de vuelta y otros a los que no conocían ni en su casa. El segundo fue acabar con la deuda sin vender el estadio o, peor aún, el propio club a cualquier multimillonario extranjero. Tal hazaña, la de vencer la tentación, fue posible gracias al talento que brotó en la carretera de Utrera con Reyes y Ramos como mayores ejemplos del exitoso modelo basado en el rendimiento y la revalorización. Entre ambos dejaron casi 60 millones de euros en las arcas de un club que, sin ellos, comenzó a tocar plata tras 58 años de sequía. Vender para crecer.
Las vicisitudes materiales no fueron las únicas que acecharon al Sevilla. También se recompuso de tragedias humanas como las muertes de Antonio Puerta y José Antonio Reyes. Otro canterano, Sergio Rico, ha sido el último en caer en desgracia, en estado grave por un accidente con un caballo durante la romería de El Rocío.
Tanto dolor hace que nadie como el Sevilla comprenda que el sufrimiento es parte de la gloria, quizá por eso el equipo de la casta y el coraje actualizó su ADN en el XXI con el dicen que nunca se rinde, que más que un eslogan o un verso del himno es la impronta que deja a su paso por los campos de batalla de toda Europa. Y si no que se lo digan a colosos como el Manchester United o la Juventus que, como tantos otros, acabaron mordiendo el polvo ante un intruso que ya forma parte de la aristocracia europea por derecho propio. Prohibido rendirse —dicen en Nervión— no es una frase hecha, sino el combustible que ha logrado convertir un año pésimo en otro para la historia. Del descenso a los infiernos al ascenso al cielo de Budapest. Mendilibar mediante.
Esta épica, sin embargo, es indiferente para los grandes medios de comunicación nacionales, que no dispensan al tercer equipo español con más títulos europeos el tratamiento que merece por palmarés. Quién sabe si por no encajar en el estereotipo del andaluz chistoso de tambor y pandereta, cuota, por cierto, muy bien cubierta en el prime time. O dicho de otro modo: hay dos tipos de clubes, los que caen bien y los grandes.
Por eso la grandeza también se mide por la envergadura de los enemigos. En el caso del Sevilla casi todos orbitan en los medios de Madrid, que ponen la lupa contra quienes no lucen la bandera de España al tiempo que prefieren la victoria del equipo extranjero sólo porque el entrenador ocupó antes su banquillo. Y eso cuando no difunden la leyenda negra de que España es un país racista, pero esta es otra película.
El caso es que ya casi nadie se acuerda de que la fundación DENAES premió al Sevilla por ser el primer equipo español en incorporar la bandera nacional a la camiseta en competiciones europeas. El presidente entonces, José María Del Nido, explicó que el Sevilla es sevillano en Andalucía, andaluz en España y español en Europa, y citó a Charles de Gaulle para diferenciar entre patriotismo (el amor por tu propio pueblo es lo primero) y nacionalismo (que antepone el odio a los demás pueblos).
En fin, que esta última coronación europea sería imposible sin su flamante entrenador, un vizcaíno corriente llamado José Luis, un hombre que hace tres meses estaba en el paro y ahora fulmina a uno de los mejor pagados y mayores macarras del mundo. Su gran éxito, sin embargo, no es ganar la séptima, sino convertirse en la punta de lanza del fin del fútbol del chau-chau, la posesión estéril y la mentira del tiqui-taca horizontal entre el portero y los centrales, y anteponer la sabiduría y el sentido común frente a los gurús esclavos de la dictadura de las tablets, el algoritmo y la inteligencia artificial. El fútbol de verdad, o sea.