Hughes,
La sensación de estar ante algo sulfuroso y equivocado, quizás irreparable. Eso despertaba la imagen del rey agasajando a Hillary Clinton, una de las personas menos recomendables de Occidente, jefa de un mundo imperial ideológicamente disolvente y escasamente humano al que España se rinde sin ni siquiera saberlo, despatarrada como está, más que genuflexa.
El desvarío es total porque paralelamente se iniciaba en los medios y en la charla política la guerra por no ser trumpista. Sánchez se lo llamaba al PP y los liberalios, como si fueran pitufos de Feijóo, se lo reprochaban en las terminales mediáticas, y nunca mejor dicho lo de terminales. «Trumpismo eres tú», decían con sus tonos suaviter de moderados malísimos que explotan la palabreja (democracia) como si también hubieran heredado la patente.
Trump se ha convertido así en un insulto en España. Trumpista, trumpiano. Es el logro de un lustro de asombrosa propaganda en los medios. Los que mintieron, medraron. La izquierda usa lo de trumpista como una sofisticación de fascista, y el peperismo (con centrismo repelente por el aflujo Ciudadano) lo utiliza porque asocia a Trump con Sánchez aunque Trump protegiera la vida humana, defendiera la libertad religiosa, insuflara conservadurismo en la Corte Suprema, se opusiera a la ideología woke, aumentara el crecimiento económico y el empleo y (lo que llevan fatal) evitara invadir países y desestabilizar el planeta. Los corruptísimos opinadores dirán: ¡porque era putinejo! Pero también eso se demostró mentira, con evidencias que callaron. La prensa española cabe en un archivo del portátil de Hunter Biden. Es así de tóxica, así de indecorosa. Corrupción paliada por la estupidez.
Que en España ser trumpista sea un insulto en 2023 demuestra el nivel de sectarismo, de analfabetismo político y de secuestro cerebral que padecemos. El otro día hablaba don Dalmacio de «la muerte del ejecutivo» y ¿qué otra cosa fue Trump sino la última resistencia de un poder ejecutivo asediado por la burocracia estatal insubordinada, las injerencias supranacionales, las agencias suplantadoras, las corporaciones prepotentes y, en definitiva, las formas no democráticas de influencia en el poder? Con sus debilidades e insuficiencias, Trump representó con su lucha otra lucha mayor: la del poder ejecutivo democráticamente elegido; lo ejecutivo democrático, el gobierno representativo, popular, humano, humanísimo, algo importante porque en su figura personalísima, que no era un mero avatar o un débil obediente, se encarnaba un modo, programa, tendencia, ideología, empeño o movimiento. Eso era popular primero, democrático después, y en su resistencia trumpista vibraban las últimas fibras de la representación política.
En ese individuo insoslayable y contrario, singular hasta lo estridente, tomaba cuerpo la representación (con solemnidad al revés, reverberante de unción popular) del pueblo frente al individuo indistinguible de lo sistémico. ¡El mérito de Trump era ser Trump, lo trumpiano suyo! Biden, emanación, ectoplasma oligárquico, seta washingtoniana, flor del pantano, encarna la sumisión sustituible ante las fuerzas no ejecutivas. ¡El ejecutivo rendido, desfallecido! El mensaje es claro: el brazo ejecutivo del poder popular es esto, apenas esto: un lector de teleprómpter.
Por todo, lo trumpiano es bello, popular y democrático. Sin embargo, la derechona mediática y los suavísimos edecanes centristas, con su trepar de gamuza, lo han considerado un insulto. Algo cercano y muy familiar, un déjà vu, pudo sentirse estas últimas horas cuando Mourinho, tras perder la final contra el Sevilla, volvía a ser ridiculizado por cierta prensa española. El mourinhismo prendió porque a favor de Florentino se podía prosperar, pero en líneas generales, Mourinho (populista de las ruedas de prensa) fue otro Vinicius (populista de la banda). Salvando todas las distancias, lo que es y ha sido Trump: un villano invertido en la España al revés.
El último titán de la democracia, forjador de una mayoría contra todo, es en España un insulto. Y Clinton, representante de la corrupción tardoimperial, es tratada por nuestro Jefe de Estado como una honorable primerísima dama por encima de las dignidades oficiales de los Estados, reinona de lo supranacional. Que eso estaba en juego finalmente con la agónica ejecutividad trumpiana: la autonomía de los Estados y su propia razón soberana al servicio de un impulso popular. Si ser trumpista es el insulto en el cotolengo político español, está claro hacia donde nos llevan.