ESPERANZA RUIZ,
Le he pedido a O’Mullony firmar esta columna como Gisele Bündchen. Me ha dicho que no. El hashtag #Esunputohombre lleva todo el fin de semana en el candelero y yo también quería explorar los límites de la autopercepción.
Imagino que están al cabo de la calle: Una persona acude a Lidl a hacer la compra y acaba denunciando transfobia porque una trabajadora del supermercado utilizó un «caballero» como fórmula para dirigirse a ella. El ser vivo, con fenotipo y genotipo masculino y en edad de revisiones prostáticas, se hace llamar Cristina. Vestía falda, camiseta y llevaba una pulserita queer. Es consciente de que su apariencia es viril, pero argumenta que la falda es elocuente —me pregunto por qué la cajera no le ha dado el tratamiento de «sir William Wallace»— sobre sus sentimientos. En una segunda o tercera versión de los acontecimientos declara que pidió ser considerado mujer. La empleada, a la que no pagan por acariciar ensoñaciones, insistió en el uso del género masculino como corresponde al sexo masculino.
Cristina, en un giro de guión inesperado, resultó ser presidente de la asociación trans Huellas de Málaga y se ha ofrecido a dar unas charlas de concienciación a los trabajadores de Lidl, «mejor si son pagadas».
Lo interesante de este asunto, aparte de desear que pase todo sin consecuencias para la trabajadora —la única víctima aquí— han sido las reacciones. Por un lado, las de «la gente», que estamos hasta los cojones (con la venia) de los delirios de la teoría de género. Por otro, las feministas clásicas enfrentadas a la todavía ministra de Igualdad, Irene Montero, que se descolgaba el pasado viernes con el siguiente tuit: «Hay que volver a decirlo: una mujer trans es una mujer. En España todas las personas tenemos derecho a ser quienes somos. Negar a una persona trans su identidad es odio y transfobia. Y piénsenlo un minuto, es crueldad. Cuidémonos y protejamos nuestros derechos frente al odio».
Lo de Montero tiene pinta de política de tierra quemada, o más exactamente de aquello de «para lo que me queda en el convento…», si no fuera porque sabemos que está enferma de ideología. De esa que viene del lugar donde la verdad está más perseguida que en ningún otro sitio: la universidad americana.
La nueva ola de feminismo es interseccional. Es decir, un tipo de feminismo que no abarca sólo los intereses de las mujeres. Antes bien, ellas, las de sexo femenino, ocuparían un puestecito, sobre un catálogo abierto de identidades, en el relato de tiranías concurrentes. No habría prioridades ni quedaría claro qué desigualdades se atajan.
La sustitución de la categoría de sexo biológico por la de identidad de género tiene estas cosas; puesto que ser mujer está al alcance del deseo, nada es mujer. Los términos y aquello que define al gineceo se vacía de realidad y poco a poco desparece.
Por aclarar con un ejemplo: Cristina, que se autopercibe fémina y según Irene Montero, lo es, ha tenido una actitud misógina respecto a la empleada del supermercado, del mismo modo que Dylan Mulvaney, el activista trans aquel que hacía cabriolas pagado por Nike, es acusado de mansplainning cuando anuncia tampones. Esa batalla la libra el feminismo tradicional frente al movimiento trans y LGTBIQ+. Pero la sufrimos todos.
Se establece de esta manera una competición por el primer puesto en la jerarquización de las víctimas. Para la responsable política de la cosa un hombre biológico que se siente mujer y es interpelado con el formalismo «caballero» puntúa más en la escala de opresión interseccional que una mujer de clase trabajadora siendo hostigada por el primero. Bienvenidos a los juegos de tronos de la opresión.
Hace años que la izquierda en la que milita la ministra dejó tirado al trabajador saliendo en busca de nuevos sujetos revolucionarios. Explica Jorge Sánchez de Castro que el wokismo, banalizando el concepto de víctima, intenta su multiplicación para aumentar el clientelismo y el negocio político (presupuestos) lo que da lugar a un nuevo paria de la tierra garantizando así la reproducción de la casta política. Finalmente, se conseguiría la sacralización de la víctima mediante su patrimonialización política, la discriminación entre las distintas victimas (lo acabamos de ver) y la división social entre víctimas y culpables. ¿El fin último? Señalar a un enemigo, que, adivinen: «no entiende la naturaleza del conflicto planteado y que se conforma con sobrevivir mientras no diga ni pío y pague impuestos con los que financiar a los que le perdonan la vida».
Por mi parte, en este quilombo, solo puedo añadir lo que diría mi abuelo: «A quien Dios se la dé, san Pedro se la bendiga».