La tragedia argentina del atentado a la AMIA no terminó en 1994. Se siguió sufriendo con una primera investigación judicial diseñada para desviar las verdaderas pistas y se profundizó con la muerte del fiscal Alberto Nisman, que apareció con un disparo en la cabeza en su departamento, luego de denunciar a la entonces presidente Cristina Fernández de Kirchner de encubrimiento, en complicidad con el gobierno iraní.
No me considero una “víctima” del atentado, ya que esa categoría debe pertenecer exclusivamente a las personas que perdieron sus vidas y sus familiares y amigos, que todavía los lloran. Sin embargo, si viví de cerca la bomba y estuve en el primer círculo de su terrible y peligrosa onda expansiva. Puede que, para la gran mayoría, que afortunadamente desconocen los detalles de una situación así, resulte más interesante como aporte la experiencia, al menos más que el artículo de rigor de un año más sin justicia en la República Argentina.
El 18 de julio de 1994, a un mes de cumplir mis 13 años, me encontraba durmiendo a las 9:53 de la mañana, ya que estaba en las vacaciones de invierno de mi cursada de séptimo grado. Mi cuarto, de un clásico viejo edificio del barrio del Once, tenía refaccionada la ventana. Lo que era un pequeño balcón estilo francés arruinado y destartalado por los años, se había convertido hace meses en un enorme moderno ventanal. Las vueltas del destino convirtieron a la gran apertura que iluminaba el cuarto en la entrada y del terror y la barbarie. De haber demorado la refacción, la experiencia traumática que me acompañará toda la vida se hubiera reducido considerablemente. Pero uno lo que menos espera a la hora de abrir un ventanal es que un atentado terrorista ocurrirá justo enfrente.
El departamento está ubicado en la calle Azcuénaga, entre Viamonte y Tucumán. La calle paralela a Pasteur, lugar del atentado, entre las mismas paralelas. Al igual que la AMIA, mi edificio está a mitad de cuadra. Al no haber entre la sede de la mutual y el departamento edificios de altura, la onda expansiva pegó de lleno a aproximadamente 100 metros de distancia.
Despertarse con la bomba
Evidentemente, uno asocia e interpreta los estímulos que recibe con base en la información que tiene en la cabeza. A pesar de que hace solamente dos años habían volado la Embajada de Israel en Buenos Aires, yo no consideraba que una bomba podía derrumbar un edificio a la vuelta de mi casa. Lo que me despertó no fue la explosión de la bomba, que sí se escuchó a kilómetros de distancia. Lo que sonó en las inmediaciones más cercanas de la AMIA fue algo distinto: la explosión de los vidrios. Miles en simultáneo en un estruendo ensordecedor. El derrumbe sonó como algo secundario y a lo lejos.
Lo primero que interpreté era que estaba en medio de un terremoto, aunque no me encontraba en ninguna zona de riesgo sísmico. Los primeros segundos del fatídico suceso, con la cabeza completamente ensangrentada, fueron interpretados como los últimos instantes de la vida, ante lo que parecía la inevitabilidad inminente del derrumbe del edificio. Puede que incluso se haya movido por la explosión, pero no podría asegurarlo con certeza.
Los pedazos de vidrio que me abrieron la cabeza en varios lugares, por cómo quedó la pared, evidentemente rebotaron sobre la misma y me cayeron encima. Afortunadamente era invierno, por lo que me encontraba bien tapado. Pero si en algo tuve “suerte” fue en encontrarme durmiendo boca abajo. Algo raro e inusual para la temporada dada mi permanente alergia, que requiere de espacios abiertos para una nariz agobiada por los mocos invernales. De haber dormido esa mañana boca arriba las cicatrices que tengo en la cabeza estarían en el rostro, pero, más allá de las cuestiones estéticas secundarias, los que se salvaron fueron los ojos.
Sin saber todavía que había ocurrido con certeza, ya que por la ventana no se veía más que el humo y el polvo, pero con la tranquilidad que no iba a morir por un eventual derrumbe, fui a mirarme al espejo. Mientras quitaba vidrios alojados de la cabeza intentaba infructuosamente limpiar la sangre del rostro, que en el reflejo parecía de una escena de terror gore de la década del ochenta, con exagerados efectos especiales. Al ser un área de gran circulación sanguínea, la sangre que me limpiaba de la cara brotaba nuevamente como una cascada de la cabeza. Con más claridad que yo, mi madre logró cortar la hemorragia con un kilo de azúcar que me tiró encima.
Mientras tanto, a pesar de estar a metros de distancia de los hechos, recibíamos la información por televisión. El periodista Mauro Viale, desde su programa matinal de ATC, informaba que había explotado la AMIA. Paradójicamente, así nos enteramos que había pasado, dado que todavía no era clara la visión desde el ventanal, por donde ingresó la explosión a mi cuarto.
A modo de reflejo nos dirigimos con mi madre al lugar de los hechos. Si yo me encontraba a salvo por haber estado durmiendo boca abajo, a pesar de las heridas en la cabeza, ella se había salvado de casualidad. Esa mañana tenía planeado ir a comprar hilo en un negocio sobre Pasteur, justo enfrente del lugar del atentado. Lógicamente, el local quedó destruido. No se encontraba allí por los usuales “cinco minutos más de fiaca” en la cama. Su cama, paralela a la mía, estaba exactamente debajo del ventanal. La fuerza del impacto hizo que ni uno cayera sobre ella. Todos salieron despedidos con fuerza, incrustándose en la pared más cercana. Los que no quedaron clavados, se me cayeron encima.
Lo primero que me acuerdo del desastre fue las puertas de los departamentos del edificio caídas. A pesar de no estar en el área de impacto como mi cuarto, dentro de las viviendas de la zona el desastre fue notorio. Al llegar al lugar del derrumbe, las escenas que vi eran las de una zona de guerra. Lo que viene a mi cabeza fue la desesperación por retirar los escombros y los gritos de los familiares como “¡Mamá!” o “¡Papá!”. A los pocos minutos, mi madre consideró que yo no tenía que estar viendo nada de eso y volvimos a casa. Muchos de los que gritaban eran los vecinos que veíamos usualmente en el barrio y la cara que más grabada me quedó fue la de la dueña del video club donde éramos socios. Luego de verla en llanto buscando a alguien con desesperación, no volví a encontrarla. Semanas después el local estaba vacío y con el cartel de la inmobiliaria. Historias de personas detrás de los fríos números de la estadística.
Eso fue en el retorno al barrio, ya que fuimos desalojados por las autoridades de nuestras propias viviendas por varios días. Es que era necesario chequear las construcciones linderas para descartar nuevos derrumbes y eventuales explosiones vinculadas a posibles escapes de gas, producto de la explosión.
Luego pudimos volver y la vida siguió, no como “si nada”, pero siguió. Como dije, las verdaderas víctimas son otras, pero somos muchos los que todavía, cuando hacemos algo de memoria, nos estremecemos al recordar lo sucedido hace 29 años, un día como hoy.