JAUME VIVES,
Hace unos días, monseñor Américo Aguiar, presidente de la Fundación JMJ, hizo unas declaraciones en las que venía a decir que lo importante no era convertir a los jóvenes a Cristo, sino que el ideal al que había que aspirar era la diversidad, algo muy bueno para la Iglesia. Después rectificó, hundiendo más el pie en el barro, pues dijo que él se había referido a los jóvenes judíos o musulmanes.
Desconozco para quién tiene reservadas el señor obispo las ansias de conversión. Claro que la conversión es un camino diario para el cristiano, pero hurtárselo al pagano o al que no sigue la religión verdadera es justo lo contrario de lo que hizo Cristo, a quien Aguiar supuestamente representa.
El Maestro no vino a curar a los sanos sino a los enfermos (que somos todos, también los judíos y los musulmanes). Aunque puede que el obispo crea que no hace falta curar a los enfermos, porque en el fondo no hay enfermedad. Algo muy propio de nuestro tiempo que, gracias a una brutal falta de formación, de fe o de arrojo —o de las tres a la vez—, coloca las distintas religiones en una suerte de supermercado low cost para que el cliente se sirva al gusto y escoja la que mejor se adapte a sus necesidades, como si todas fueran igual de verdaderas (y por tanto igual de falsas).
Y claro, que un Gobierno ponga a todas las religiones en el mismo estante del súper es lo esperable —aunque no lo deseable—, pero que lo haga la Iglesia, no sólo es herético sino una pésima estrategia de marketing. Como si Fairy dijera que tanto da usar sus productos como los de marca blanca.
En ese caso Fairy perdería clientes y además por culpa de Fairy, muchos clientes que se pasarían a la marca blanca empezarían a ver más sucios sus platos. Con pastores así, lo difícil no es que alguien alejado se convierta —que también—, lo verdaderamente milagroso es que los que estamos dentro no perdamos la fe.
Para más inri, monseñor Aguiar en la entrevista alabó la sacrosanta diversidad como un fin en sí mismo, que de cara a la galería queda muy bien, pero no tiene ningún sentido. Lo importante es que haya unidad, y es muy bueno, que en esa unidad, haya diversidad. Pero el fin no es la diversidad sino la unidad.
Y eso se aplica al matrimonio, a la familia, a la empresa, a la patria y a la Iglesia. La unidad se fomenta y la diversidad se acoge como algo bueno si contribuye a esa unidad, y si no, se rechaza o se acepta como algo inevitable cuando no contribuye a la unidad.
Bien haría monseñor Aguiar en espaciar al máximo sus entrevistas, especialmente por el bien de los jóvenes que asistirán al evento que organiza la Fundación de la que es presidente, porque son ellos los más vulnerables a las ideas tóxicas y descristianizadoras que hemos comentado en este artículo.
Ideas que están convirtiendo a nuestra Iglesia en un lugar superdiverso pero sin un ápice de fe.