MARÍA DURÁN,
Me pasa una cosa rara: me gusta el verano. Y me pasa, sobre todo, que no quería este jueves escribir más política porque no soy masoquista. Leía hace unos días en una columna, que en verano los españoles vivimos como somos, expresando «plenamente nuestra esencia». Es absolutamente cierto. También lo es que mucha gente se destapa más de lo debido. Yo voy un paso más allá: en Madrid se sabe que ha llegado el verano porque en los ascensores empieza a oler a gente en descomposición. Pero es un pequeño inconveniente para todo lo que trae de positivo. En verano, tengo la impresión de ser especialmente feliz.
Ahora que vivo un parón obligatorio pero afortunado en lo laboral, que paso muchas tardes en la piscina, a veces con mis hijos, a veces sin ellos, soy consciente de cuántos recuerdos felices bajo el sol me han hecho ser lo que soy. Veo a mis niños con sus gafas de bucear, que a veces llevan hasta por la noche en casa y me acuerdo de mis mañanas paseando incómoda por la playa, a su edad, con unas aletas puestas porque me gustaban tanto que no quería quitármelas. Los veo abrazados a mis padres dentro del agua y recuerdo los juegos en la orilla con mi abuelo, haciendo estalactitas de arena mojada -«Abuelo, estamos haciendo chuditos, ¿verdad?» «Churritos» fue una palabra que me costó mucho decir bien-.
Cuántos recuerdos de adolescente en Galicia, paseando descalza de noche por la orilla con novietes a los que creí querer tanto y en realidad quise tan poco. Memorias que me hacen plantearme si prefiero echar de menos como lo hacía a los quince años, con una impaciencia loca, o como ahora, que me voy acercando a los 40. Cuando decides querer a distancia y en silencio porque la vida y las circunstancias ya no te dan la opción de hacerlo de otra manera. ¿Duelen más el amor y el desamor locos de juventud o el maduro cuando sabes que a veces las cosas, aunque no quieras, se acaban? Ay, ojalá tener respuesta.
No me dejo, en mis tardes de sol y sombra —no alcohólicas— dejar llevar por la melancolía, aunque lo parezca. Miro al futuro sabiendo que ya no me sentiré nunca más como Olivia Newton-John cantando Summer Nights. Que serán mis hijos cuando pasen unos cuantos años los que de ahora en adelante coleccionen las vivencias que yo ya sólo evoco con una sonrisa. Y me llena de esperanza saber que al menos una cosa en mi vida la he hecho tan bien: mis dos pequeños que a cada minuto lo son menos. Aprovecho para leer todo lo que habitualmente no puedo. Me refugio a última hora, cuando ya veo el sol esconderse detrás de los edificios altos, debajo de la sombrilla para continuar mi affaire sólo literario y sólo conocido por mi, con las columnas de Hughes, Itxu Díaz y Jesús Nieto Jurado. Y asumo, porque la vida no es una novela, que ya nadie me escribirá a mi nada parecido a El año de la rubia. Porque como el coronel, no tengo, por falta de ganas ajenas, quien me escriba.
Verano, qué dichosa me hiciste. Qué afortunada me haces sentir todavía. Qué sensación de que aún puede pasar cualquier cosa en esas tardes eternas que cada año nos regalas. Qué tristeza infinita cuando llega el otoño. Se irán las oscuras golondrinas, volverá la vida gris. Pasaremos los meses en los que nosotros, hispanos, tan mediterráneos seamos de dónde seamos, viviremos a la contra de cómo somos. Y los atravesaremos de nuevo, sin grandes traumas, para poder volver al calor. Y el año que viene, volveremos a ver nuestra piel morena y nos volveremos a sentir plenos. Porque las estaciones son como la vida. Con sus ratos de felicidad y de pena. Y está bien que así sea.